REALIDAD / LENGUA
Resulta una perogrullada afirmar que las palabras dan
vida a la realidad, una vida pobre y con aristas, pero vida, al fin y al cabo.
La realidad y la lengua se necesitan y terminan por ser elementos
complementarios; como vender y comprar, o interno y externo. Cuando la realidad
se reestructura, la lengua también lo hace. Y al revés sucede lo mismo: la
lengua obliga a revestirse con nuevos ropajes a la realidad.
Esta realidad tan cuarteada y tan líquida en la que
vivimos trae consigo el salto a la moda y a las pasarelas del uso de palabras
que se acomodan a esos usos cambiantes. El posmodernismo y la fuga de conceptos
absolutos crean un buen caldo de cultivo para ello.
A la palabra EMPATÍA le ha tocado el turno de uso
común y extendido y anda en boca de medio mundo para expresar, según la RAE,
«identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro».
El término se une, en familia de sinónimos, a todo un ejército de palabras,
pero la bandera la lleva él: hoy hay que empatizar con todo el mundo si uno
quiere dejar huella en la comunidad y hacer la comunicación más fácil y
productiva.
A su lado caminan otras que tienen peor cartel y menos
seguidores. SIMPATÍA, «inclinación afectiva entre personas, generalmente
espontánea y mutua». O COMPASIÓN, «sentimiento de pena, de ternura y de
identificación ante los males de alguien».
A simple vista se observa que las tres tienen origen
común en sympátheia griega o sympathia latina, que tanto monta.
No hay más que añadir los prefijos correspondientes (em-, sim-, cum-) y todo
está cumplido. O sea, que hay que “padecer” para ser simpático, para tener
empatía o para mostrar compasión.
Algo más complicado se presenta el asunto de los
significados. Porque no es lo mismo ser simpático que empático o compasivo.
Así, la simpatía es una expresión de preocupación por la mala suerte de otra
persona. En cambio, la empatía es la capacidad de realmente sentir lo que otra
persona siente. Y, si comparamos empatía con compasión, la empatía se refiere a
«nuestra capacidad de tomar perspectiva y sentir las emociones de otra persona;
mientras que, en la compasión (concepto introducido por el cristianismo), esos
sentimientos y pensamientos incluyen el deseo de ayudar al otro. Ante este
panorama etimológico, uno puede preguntarse qué es lo que hay que practicar realmente,
la empatía, la simpatía o la compasión.
Pue, si uno quiere andar a la moda, o sea, practicar
lo que se lleva; es decir, plegarse a los usos comunes que merecen más aplauso,
debe subirse al carro de la empatía. El éxito viaja con la empatía. En
política, por ejemplo, se empatiza bailando la sardana o la jota, por más que a
uno no le guste ni la una ni la otra.
Si el medio en el que uno se quiere detener es en el
de la simpatía, debe mostrarse con naturalidad y atenerse a las consecuencias
de caer o no simpático a los demás.
Cuidado habría que tener con eso de la compasión
porque te pueden tomar por un sacapechos que anda por ahí perdonando la vida a
otros pobrecitos a los que les da una limosna para matar el gusanillo de la
caridad. Compasión es una palabra preciosa, pero ha perdido la batalla de la
relación de igual a igual, padeciendo en común, en lo bueno y en lo malo. Y lo
ha perdido tanto en el sentido religioso como en el civil y social.
Tengo la impresión de que, socialmente, en el vértice
de la pirámide y en positivo se halla empatía; más abajo simpatía, y por el
fondo compasión. Exactamente al revés de lo que indican su etimología y sus
significados originarios.
La realidad social obliga a modificar la lengua. La
lengua lo hace al revés también. En este caso y para mal, la batalla la ha
ganado la imposición social. Pena.
Pero esto es una batalla solo, y la guerra es muy
larga.
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