Es domingo y comienzos de noviembre. Ya los coches van dejando sitios libres en mi plaza. Los viajeros visitantes de Madrid retornan en filas ordenadas a sus casas y al discurrir monótono de los días. Hasta mi nieta, cada día más lista y pizpireta, me ha dejado huérfano una vez más.
Tal vez en este puente se cierre el ciclo del año en este asunto de las masivas idas y venidas a los pueblos desperdigados por la geografía. El puente de la Constitución tiene otro sabor y el de fin de año tiene ya anuncios de algo nuevo.
Por el camino del otoño se nos irá la fuerza de la luz y todos nos encogeremos un poco más en el sillón, al amparo de la tele y de lo que nos vayan destilando desde los medios. Seguiremos haciéndonos cada vez más a la idea -las repeticiones incesantes es lo que tienen- de que nos hemos portado mal y de que necesitamos hacer más penitencia en forma de aumento de impuestos y de recortes en la vida común. Y lo mismo hasta nos da por pedir perdón por nuestras culpas y ofrecer nuestro cuerpo al latigazo y al cilicio. Por aquí y por allá aparecerán más impuestos sanitarios, recetas de copago con ayudas y regalos a banqueros, horas extraordinarias gratuitas hasta estabilizar a los pilares del dinero, como si fueran pilares de la tierra, flagelaciones varias por los pecados cometidos y anuncios de contrición y de cambio de vida. Tal vez, como hemos vivido tanto tiempo y en tan gran intensidad por encima de nuestras posibilidades, nos dé por intentar un vuelo hacia la muerte, como para no seguir malgastando las energías que los benefactores invierten en nosotros sin ningún merecimiento por nuestra parte. O, si no, acaso hagamos peticiones para que la sanidad y los cuidados se privaticen -lo haremos con eufemismos para que nadie se moleste y en las instancias escribiremos que se “externalice”: suena mejor y escandaliza menos-. Así aceleraremos la privatización de hospitales y de servicios sanitarios. Al fin y al cabo, lo que interesa es cuadrar las cuentas y estabilizar el déficit. Después el futuro será ya despejado y volverá a reinar la primavera, que por cielo, tierra y mar se espera…
Lo malo es que en el otoño comienzan los fríos y en los inviernos se suelen recrudecer. Y, entonces, hay gente que se pone un poquito más arrugada y los hay que hasta se desaniman y lo dejan, se despiden de todo y buscan el suelo simplemente, como lo hace la hoja de los árboles. O quizá ni siquiera así porque la hoja es retirada con esmero o se deja en la lentitud de los caminos y de los campos, pero hay muchas personas que no tienen donde caerse vivas ni muertas. Y molestan porque su asentamiento no es sencillo y sale por un pico.
Nacerá un hombre nuevo, cargado con la fuerza del futuro, de un futuro sin aparentes cargas del pasado, con las cuentas al día, sin grandes intereses que le venzan, empezará el trabajo a ser repartido poco a poco entre los que se muestren más dóciles y ambiguos, y todo volverá, como otras veces, a tomar un cariz de sueño y de modorra. Es algo tan sencillo como que, cuando se desciende a una cueva, llega un momento en el que la única posibilidad es la de ascender porque hacia abajo solo hay suelo y nada.
Pero entonces será imposible volver la vista atrás porque el olor y el rastro de cadáveres mostrarán un paisaje insoportable y nosotros mismos quedaremos convertidos en estatua de sal ante tanto desastre y ante la visión de tanta tierra quemada.
Habrá que seguir gritando contra la pena de muerte real y figurada. Sencillamente porque la muerte, esta muerte de engaño, no vale la pena.
T
No hay comentarios:
Publicar un comentario