sábado, 11 de mayo de 2013

AL VUELO DEL ÁGUILA I


Cómo lucía el sol esta mañana desde bien temprano. Y cómo lo siguió haciendo hasta que volvimos a casa. Nunca se sabe muy bien cuál puede ser el camino pues la ruta se suele decidir a última hora: hay tanto donde elegir….
Esta vez sí había tiro fijo y escopeta preparada. Salimos pronto y nos dirigimos, puerto de la Hoya arriba, hacia los pueblecitos limítrofes de la provincia de Ávila. La sierra de Béjar, en su dirección este oeste no marca territorios provinciales, pero sí en su apéndice sur norte. Desde lo alto del puerto de la Hoya, la nieve se dibuja allá en lo alto, en las pistas de la Covatilla y en el lomo de la loba serrana, aunque ya los calores de mayo van descarnando todo hasta dejarlo en manchas blancas que se van reduciendo. Es plena primavera y toca lo que toca. Atrás queda todo el valle del Cuerpo de Hombre y al frente norte las llanuras salmantinas. Hacia el este y en suave descenso, las otras llanuras abulenses que se encauzan entre las laderas norte de la sierra y los picachos y mogotes que, de forma aislada, salpican el horizonte.
Nosotros vamos a conocer desde lo alto los últimos vestigios de la sierra, que aún se resiste a hacerse llanura y que, por su cara norte, señala el valle del rio Becedas.
En uno de esos miradores extraordinarios se halla la llamada Teta de Gilbuena. Tenía ganas de subir hasta aquel mogote que tantas veces había visto desde la carretera pero en el que nunca había puesto mis pies.
La carretera que apunta hacia Barco de Ávila se desvía hacia la izquierda, en otra más estrecha, hacia el pueblecito de Gilbuena, que, apartado ya un trecho de las nieves, parece tomar el sol abrigado por los montes del norte.
Un matrimonio de ancianos -¿habrá algún matrimonio joven en este pueblo o en los otros de la comarca?- nos indica amablemente el sendero. Se trata de un sendero que se pierde en sus primeros metros pero que, una vez localizado, ya no deja que el caminante se despiste. Entre encinas primero y carrascos después, la subida se hace entre sol y sombra, al amparo de la hierba fresca de la primavera y entre el aroma del cantueso, que ya anda florecido y esplendoroso. En la mitad de la ascensión, un descansillo llanea e incluso desciende un poco, como para dar un respiro al caminante. Es seguro que las vistas cambian en cuanto caminamos unos metros, pero esta vez los carrascos y las encinas no nos dejan demasiado abiertas las vistas. No importa, queremos la cima y ya tendremos tiempo desde allí de saciar nuestra vista.
Conseguimos pronto hacer cima y situarnos en un vértice del monte que hace buen honor a su nombre.
Desde allí todo se abre en panorama y en infinito. Enfrente y hacia el sur, las laderas de la sierra; de este a oeste, todo el valle del rio Becedas, desde el puerto de la Hoya hasta intuir el Barco de Ávila; más lejos, los picos de Gredos nevados y a la espera de que los visitemos cualquier día de estos; por el norte, las llanuras inmensas de los campos de Salamanca y de Ávila.
Nos detuvimos un rato en la contemplación, en las fotos, en la lectura de algunos textos que Unamuno ideó para aquellos lugares y desde aquellos lugares y con alguna invocación a través de unos tragos de buen vino. Dicen que hasta allí suben en romería todos los habitantes del pueblo que están para ello y que allí cantan, bailan y comen una vez al año. No me extraña pues, en aquella altura redondeada y como anhelante de los cielos, la vista se solaza, el espíritu se hincha, los pulmones se llenan, el oído tiene certeza del valor del silencio y el aire se deja tocar. Y todo lo dominan el sol y el horizonte. Yo paseé mi vista por todo el paisaje, me detuve contemplando los pueblos del valle, de los que no hace mucho conocí un estudio en el que se describían sus cantos religiosos festivos, cantos que vienen a mostrar la unidad de geografía, de costumbres, de sociología y de ritmos temporales. La visión del valle, desde aquella altura, es otra totalmente diferente a la que se contempla desde la carretera o desde los pueblos que lo salpican como pequeñas manchas en medio de un mar de verdes.  E imaginé también en aquellos parajes a Teresa de Jesús y a Miguel de Unamuno, y los vi pasear y contarse secretos que yo he querido compartir alguna vez, y me pareció entonces que todo el valle desprendía como un olor diferente y muy especial. Serían cosas mías.
El descenso de la Teta de Gilbuena hasta el pueblo, salvo en los primeros metros, no ofrece dificultad especial. En poco tiempo estamos abajo, con una visión distinta, a ras de tierra y arropados ahora por las crestas y los montes que delimitan el valle. Creo que había estado una vez en las fiestas de este pueblo cuando apenas tendría unos dieciséis años. Cuánto tiempo.

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