Asistí ayer por la tarde a la representación de la zarzuela “El cantar del arriero” en el teatro Cervantes. Patio de butacas repleto de público. Hay en Béjar larga afición a este género y, casi cada año, algún grupo de aficionados de esta ciudad estrecha pone en escena alguna obra de este tipo.
Asistir a una representación teatral es tener en la misma fotografía una buena muestra de la vida de una comunidad, y, si los actuantes son de esa misma comunidad, mucho más. Si he hablado alguna vez de zarzuela en Béjar -y en general de teatro-, seguro que me voy a repetir, pero es que no cambia mi visión. A una representación artística hay que acudir rastreando en primer lugar su posible valor como acto cultural; después, y solo después, se pueden añadir las variables de que actúa el papá, el primo, el sobrino, el abuelo, el nieto o el vecino del quinto. Lograr esta jerarquización de valores parece que no es fácil y a las pruebas me remito: buena parte de la gente que el día que el familiar o el amigo actúa llena las butacas el resto de los días no sabe ni dónde se halla el teatro. Sospecho -o más bien estoy seguro- de que esta confusión actúa en casi todos los lugares y en demasiadas ocasiones. Mal de muchos, consuelo de tontos.
Y la otra nota que desanima siempre: ¿Por qué no se eligen un poquito mejor las obras? Es verdad que no es sencillo en el género de la zarzuela, pero es que el esquema social, moral sexual y hasta religioso se repite como la morcilla de Burgos, y no es precisamente el más rompedor. Todo se sustancia casi siempre en un enredo amoroso en el que la mujer es tratada como sencillo objeto, al servicio del hombre y bajo la protección del padre o de la familia. Socialmente, es el chulo de turno el que trata de imponer sus instintos y, en la moralina correspondiente, el más allegado termina por poner ante el espectador la victoria de las buenas costumbres. Lo que más me molesta –no sé por qué las mujeres no tiran tomates al escenario- es la vejación que siempre sufre la mujer en el ambiente que le rodea.
Lo demás, todo positivo: la voluntad de los actuantes, las cualidades de sus voces, los decorados, los buenos ratos que se tienen que haber pasado en los ensayos, la autoestima que todo esto les tiene que suponer, la soltura que adquieren ante los demás, el impulso que reciben para seguir en el empeño con otras obras, la posible reflexión que espero que hagan, el sano pique artístico con otros grupos, la salida de la rutina… Incluso hasta los fallos evidentes de dicción y el olvido del papel en algunos momentos por parte del arriero. A un grupo de aficionados hay que pedirle lo que hay que pedirle; y nada más. Por encima de todo, muy por encima, toda la parte musical: los músicos, los actores cantantes y los coros.
Rafa Hidalgo, Manuel Sanz, Víctor Sancho, Victoria Mateos, Mº Isabel Tejado, Juan Manuel García, Javier Hernández Carrión, los coros y todos los actuantes pusieron lo mejor de su parte. Y tenían mucho que ofrecer.
A pesar de la tontería del texto y de la escala de valores que la obra presenta, sobre todo en lo referente a la mujer, bien mereció la pena pasar el rato en el Cervantes. Ojalá pudiéramos decir lo mismo en el impulso de otras variables culturales en Béjar y en todos los sitios.
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