El asunto de la globalización ha hecho más realidad que nunca aquello de la aldea global. Hasta tal punto que ya no sabe uno ni siquiera de dónde es realmente ni a qué sociedad pertenece. Sin embargo, se siguen manteniendo como elementos de identificación personal algunas señales particulares de lo más variopinto, hasta el punto de que la vida entera queda reducida a uno solo signo, que parece perseguir al individuo como perro de presa. Sucede sobre todo en las comunidades más reducidas y en ambientes populares.
Tengo un amigo que resulta ser siempre para mí un diccionario especial. Cuando no conozco a alguien en esta ciudad estrecha en la que vivo, es él siempre el que me da noticias personales y familiares que lo identifican. No se le escapa ni uno, y eso que esta ciudad es lo suficientemente grande como para no conocer a todo el mundo de verdad, y lo suficientemente pequeña como para que cualquier individuo te suene de algo. Y no lo paso bien con frecuencia pues me suelo quedar en ese intermedio gris que no complace ni a unos ni a otros.
Hay un campo en el que este fenómeno me llama la atención un poco más. Se trata del ámbito deportivo, especialmente el futbolístico. Ya va terminando la liga y con ella se irá por unos días el sonsonete de los jugadores de los equipos. Pero durante toda la temporada hemos estado oyendo los milagros y miserias de La pulga, El pelusa, El fideo, El tigre, El pirata, El mago, El pipita, El cholo, El cebolla, El tiburón, El mono, y toda una retahíla de apodos cada cual más sonoro y sabroso.
Y eso que ya hemos dejado atrás a Tarzán, Matador, La brujita, El piojo, El toro, El lobo, El pato, El buitre, Ratón, Ratoncito, o, ya en el recuerdo, a La araña negra, o La galerna del Cantábrico.
Aquí hay una reflexión lingüística y sociológica interesantísima. Pero es larga y no cabe en esta ventana.
A mí me deja descolocado todo lo que tiene que ver con los futbolistas sudamericanos y la degradación que se observa en sus apodos. Sin embargo, su adaptación al deporte en España resulta casi inmediata y a ningún comentarista deportivo se le caen los anillos por olvidarse del nombre de pila y dar carta de naturaleza a los motes desde el primer día. Como si estuviéramos en una pandilla de amigos en una noche de calimocho y ginebra barata. Tampoco el ambiente da para mucho más: panem et circenses.
Menos mal que, por unos días, se apagarán esas voces. Su lugar lo ocuparán otras, según la fuerza y el movimiento en el mundo de los fichajes. Y nosotros seguiremos agrandando la granja con ese grupo de animales tan especiales. Si les diera por dignificar a esos jugadores a los que tanto alaban, les propongo imitaciones de textos literarios. Por ejemplo del Quijote. Claro, para ello hay que empezar por leerlo.
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