jueves, 23 de mayo de 2013

FIESTA DE LA PEÑA DE LA CRUZ (I)

Asistí antesdeayer a la fiesta de la Peña de la Cruz. Es esta una fiesta de primavera que se ajusta a la liturgia católica y que, por ello, mantiene un calendario variable, aunque siempre coincide con la primavera bien adelantada. Su explicación no tiene ningún misterio: de nuevo es la apropiación cristiana (y más específicamente católica) de cualquier fiesta pagana de acción de gracias y de expresión de alegría por el dominio del sol y de la luz, por el imperio de la naturaleza y por el crecimiento de todo aquello que se convertirá en cosecha. Esa luz natural ha sido suplantada por la luz religiosa en la que dice fundamentarse esa iglesia. Es el Pentecostés, la ley y la pascua, eso del espíritu santo… Por eso todas y tantas fiestas en mayo: las cruces, las bendiciones de los campos, los mayos…
En Béjar esta apropiación cristiana tiene depositario específico. Se trata de una cinco veces centenaria cofradía, la Cofradía de la Vera Cruz. Ah, las cofradías, otro asunto largo de contar…Por eso, uno de sus miembros anualmente se encarga de organizar y de dar realce a este día de fiesta primaveral. Coincide, con un solo día de diferencia, con la fiesta en el Castañar de los Paporros, los habitantes de La Garganta, que vienen a festejar a la Virgen del Castañar y a hermanarse con el pueblo de Béjar en el monte. Otro asunto ese de las apariciones virginales en los montes y sus veneraciones, también casi siempre coincidiendo con algún hito pagano anterior, largo para considerar. No había asistido nunca de manera completa a la fiesta de la Peña de la Cruz, aunque sí varias veces parcialmente. Este año decidí embarcarme en la aventura del día, en lo que diera de sí, en dejarme llevar por lo que la tradición mandara y en lo que el grupo solicitara. Un grupo de mis amigos del Buen Pastor me habían invitado y habían eliminado mi posible preocupación por las viandas.
A las nueve de la mañana, la puerta del parque municipal se fue llenando de personas con aire despierto, con ropas adecuadas para el campo y con ánimos dispuestos para subir andando hasta el monte. La mañana salió despejada aunque  con algo de viento fresco que invitaba a no dejar al aire los brazos. Cada cual buscaba su acomodo entre sus amigos o conocidos, esperando que la comitiva se pusiera en marcha. No fue esta muy puntual pues había que esperar la llegada del abad de la cofradía, que partía desde la iglesia de San Juan. Hasta allí había ido en su busca y montado a caballo Ángel Rufino de Aro, el Mariquelo, gaitero y tamborilero que había de alegrar toda la jornada con sus sones y con los bailes de sus tres acompañantes.
Debían de ser las nueve y media cuando se anunció la llegada del abad con su acompañamiento, precedidos por los sones de la gaita y el tamboril. Primero la figura esbelta del Mariquelo a caballo; detrás, el abad y el portador de la bandera; a su lado, Agustín, sacerdote de San Juan, que da la forma religiosa a la celebración; por último, los romeros que partían desde la parroquia.
El grupo que se reunió me pareció numeroso y con buen ánimo. Se notaba en las conversaciones y en la hilera que se iba formando en el momento en el que la comitiva enfilaba la carretera del Castañar. La voz popular señalaba una razón muy sencilla y, desgraciadamente, negativa para explicar la participación que, en aquellos momentos, parecía amplia: “Aunque el día está fresquito, hay tanta gente parada, que es normal que muchos se animen a pasar la mañana o el día en la romería”. Tan sencillo, tan fácil, tan elemental como eso.
Enseguida los romeros dejaron la carretera para ascender por los Rodeos, que son los que están marcados con las cruces de piedra. En cada una de ellas, parada y rezo de un padrenuestro. Al menos por los más próximos al sacerdote, al tamborilero y a la bandera, pues más atrás nada se oía  que tuviera que ver con el rezo religioso. Las conversaciones se diversificaban según los grupos y según los intereses de cada uno. Pero la ascensión se hacía con relativo orden y con calma. Ninguna prisa, todo tranquilidad y sosiego. A medida que la ascensión se iba cumpliendo, la vista se volvía para contemplar los campos y la ciudad, que iban quedando abajo. En los últimos tiempos se ha arreglado bastante el camino de los Rodeos y la subida lo agradece. Todo contribuye a hacer más agradable el camino. Incluso una hermosa fuente que manaba abundante muy cerca del mirador.
El vía crucis termina en el Castañar, en la plaza de los Tilos. Allí se reposa un rato mientras se cogen fuerzas para continuar la ascensión, y los más devotos aprovechan para girar visita al santuario. Nosotros seguimos pronto haciendo camino, después de admirar una hermosa y solídisima mesa que se ha instalado en medio del monte del Castañar y que servirá para el descanso a muchas personas.

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