Pasé ayer de nuevo un día en Ávila con mis hijos y con
mi nieta. Estas horas son para mí pura felicidad. Tampoco es demasiado lo que
se necesita para sentirse tranquilo y satisfecho. No siempre podrán repetirse
con tanta frecuencia las visitas porque la vida está hecha como está hecha, o
como la hemos hecho; pero mientras dure, a vivir contentos y felices.
Tengo muchas ventajas con mis hijos. La más importante
es la de que creo que son buenas personas, que tienen ese fondo llano y
directo, bondadoso y legal al que pueden acudir todos los que los rodean.
Supongo que por eso tienen tantos amigos y se les ve contentos en cualquier
sitio y reclamados por todas partes.
Estuvimos por la tarde un rato departiendo unos
minutos con una pareja amiga suya. La chica es una joven fiscal, de esas que
terminará su carrera en cualquier audiencia, en el supremo o yo qué sé. No
salió a la mesa el asunto de la justicia: son vacaciones y no era el contexto.
Nosotros tampoco teníamos tiempo para casi nada pues nos teníamos que volver.
Pero sí me dio tiempo para fijar en mi memoria la imagen de la mesa y la idea
de la justicia, y ese recuerdo me vuelve esta mañana a la cabeza.
Hay trabajos y trabajos, profesiones y vocaciones,
actividades y compromisos. Todo contribuye a apuntalar esta sociedad en la que
seguimos estando y todos aportarán su grano para que el edificio no se derrumbe
cada día. El entusiasmo de cada persona, la creencia en lo que hace y su
honradez hacen que cada oficio sea diferente según quien lo practica. Pero no
estoy seguro de que todos animen de la misma manera.
Cada día me siento más satisfecho cuando considero la
profesión que he tenido. Creo que siempre he sentido que era esencial porque
ayudaba a las personas a desarrollar su pensamiento y, en definitiva, a hacerse
seres críticos y pensantes. Esa convicción me parece que me ha ayudado a
dedicarle un poco más de entusiasmo y a sentirme más a gusto en el trabajo. Supongo
que algo se tiene que haber notado en el resultado.
Pero pensaba y pienso en el oficio de fiscal, en el día
a día de esa mujer con la que estaba sentada alrededor de una mesa ayer mismo. Fiscal,
acusador, defensor de los derechos públicos. Suena bien para empezar. No está
mal que la comunidad tenga personas encargadas para su defensa frente a
aquellos que se toman la justicia por su mano. Vale. Bien hasta ahí. Lo demás
no me entusiasma tanto. Siempre acusando, siempre en un plano negativo, siempre
en persecución de males, siempre con la vista puesta en la condena, siempre
frente a algo.
Sigo pensando -también lo hacen muchos penalistas
sesudos, y esto es más importante- de qué nos sirve el castigo cuando el mal ya
está hecho. No sé cuánto hay de venganza y cuánto de reparación del mal. No sé
qué castigo mayor puede haber para el culpable que el de llevar en su
conciencia el mal para el resto de sus días. No sé si los esfuerzos para
recuperar al reo son los mismos que para condenarlo. No sé…
El personal judicial actúa según lo que marcan los
preceptos elaborados por el poder legislativo, pero la vida no cabe en los
preceptos, pues es mucho más rica y variada; estos textos son muy flexibles y
la personalidad, la formación, las creencias y el sentido de justicia social
que tengan los tribunales influyen de manera decisiva en el veredicto.
Me gustaría que las actividades de esta joven fiscal -y
las de todos los otros- se orientaran en el de la justicia social, en la de
prestar al menos tantos esfuerzos cuando el acusado es un poderoso como cuando
lo sea un débil, en el de considerar que lo que sirve es la recuperación y no
la venganza, en el de ayudar a que la libertad sea siempre considerada, frente
a su falta, como uno de los bienes mayores de los que puede gozar el ser humano…,
y en el de sentirse simplemente un servidor más que, con otros muchos,
empuja para conseguir una vida y una
sociedad un poco más sana y llevadera.
Sus intenciones no parecían malas. Veremos los
resultados, Los suyos y los de la justicia en general.
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