Con frecuencia pierdo el paso y el pulso al ver y considerar
de qué manera el ser humano actúa de manera insolidaria. La percepción me llega
por todas partes y a todas horas. Me llega en cuanto veo algo mal colocado, o
cuando un coche ocupa dos plazas de estacionamiento, o cuando un grupo se para
en medio de la acera y no deja pasar al resto de los viandantes, o cuando un
conductor conduce o pisando huevos o a mil por hora, o cuando algunas personas
ocupan el paseo en un parque e impiden el paso, o cuando oigo las risitas de
aquellos que en cualquier situación se saltan la cola, o cuando no se respetan
las edades, o cuando…
Lo peor para mí
es que no me tranquilizan demasiado tampoco las situaciones del otro extremo:
las paradas del coche cuando el peatón apenas ha aparecido por la esquina
lejana, las sonrisas fingidas y de postizo ante cualquier persona a la que ves
a diario, las reverencias y aspavientos diversos que se marcan en las
conversaciones, el no salirse nunca de lo políticamente correcto o no expresar
nada que tenga alguna segunda interpretación humorística, y, en fin, todo
aquello que signifique sobreactuación en la vida. Me muevo mejor en la
normalidad de los planos lisos y no rebuscados y nunca he pensado que la buena
educación sea precisamente presentar buena cara ocultando la que realmente se
esconde tal vez en una segunda capa.
La sociedad suele marcar con el premio al que se
inclina a la práctica de esta segunda serie de caricaturas y de poses. Un
ejemplo que lo demuestra es la buena impresión que tradicionalmente ha causado
entre las mujeres la actuación del caballero (aquí la palabra creo que está
bien elegida y es necesaria) que cedía siempre el paso, que saludaba
ostentosamente y que aparentaba ser un árbitro de la elegancia en su capa
externa, sin necesidad de indagar en otras capas más internas de la actividad o
de la inteligencia.
Es verdad que somos muchos en este pequeño planeta.
También es verdad que la vida se nos va en pequeñas cosas, que son las que,
concretadas a diario de una forma o de otra, dan un perfil determinado a cada
persona. Todo esto es verdad. Pero me parece que la mejor manera de contribuir
a una convivencia sana es la de cumplir cada uno con sus tareas personales de
una forma digna y honrada. No se trata de eliminar los elementos de la cortesía
y del saber estar; se trata de no alterar el orden de los factores ni la
importancia de los elementos. No siendo que vayamos a barrer y tener pulida la
casa ajena y dejemos la nuestra sin barrer.
Porque, si por cortesía fuera, tal vez habría que
considerar la cantidad de gestos amables que dispensa el ser humano a los de la
misma especie dando así un barniz de buen olor a su vida. Pero es que en el
mismo paquete tendríamos que considerar lo crueles que somos con nuestros
congéneres, hasta convertirnos en la especie que más y más cruelmente mata a
sus semejantes.
En fin, que muy buenas tardes, pero, coño, quítese
usted de la acera, que no deja pasar a nadie y estorba a todo el mundo. Por
ejemplo.
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