Ando desajustado, como andan los
propios días de verano en los que me hallo. Mi ritmo de actividad decrece por
diversas razones y a unos días de abundancia les suceden otros de carencias y
de pobreza.
Uno de los ejes en los que me he
sustentado siempre ha sido el de la lectura. También en este asunto ando a
trompicones y a impulsos, ahora mismo sin un plan determinado y un poco al
albur de la luz de cada mañana. Cuando así me hallo, suelo disparar a blanco
seguro, pues alargo mis manos a los anaqueles y parece que siempre se me pega
un libro clásico firmado por alguno de mis escritores favoritos. En ellos suelo
remansarme y de ellos aprendo siempre muchas cosas, al menos las que caben en
mi pequeña sesera. Por eso hay autores que me son muy familiares y hay obras a
las que vuelvo una y otra vez. Sé que esto, como todo lo demás, tiene sus
ventajas y sus inconvenientes. Qué le vamos a hacer. Además, con ello compruebo
una vez más lo lejos que suelo andar, también en esto, de los gustos de otros
muchos lectores, tan devoradores de textos más actuales, bestseller de premios comerciales y repetidores insistentes
-según yo los veo- de historietas con escaso fondo y duración.
Hoy mis manos han vuelto a hojear
alguna creación de don Antonio Machado, ese autor casi decimonónico, según
algunos, pero que tantas cosas me sigue diciendo cada vez que lo visito. Ayer
leí toda su creación modernista; hoy he degustado las dos versiones de La tierra
de Alvar González; dentro de un rato dialogaré con Abel Martín y con Juan de
Mairena, esos dos heterónimos complementarios que no paran de enredar y de
darles vueltas a las cosas; después, las otras composiciones históricas,
patrióticas, amorosas, paisajísticas, o laudatorias, pero siempre hondas y
palpitantes, en las que se reproduce sin falta el esquema de paisaje con figura
pensante.
El largo romance de la familia
Alvargonzález viene a renovar este género poniendo como eje y fundamento no
tanto el exceso y la peripecia como el misterio, el hado y el destino, las
fuerzas ocultas que parecen sobrehumanas y que conducen a los humanos como si
fueran simples ejemplos de una fuerza superior. En alguna medida, este romance
alcanza la fuerza de la tragedia griega, con esas voces corales que repiten la
esencia del misterio en una misma forma con distintas variantes: “La tierra de
Alvargonzález / se colmará de riqueza, / el que la tierra ha labrado / no
duerme bajo la tierra.” Esta voz lastimera irá mordiendo la conciencia de los
hermanos hasta devorarlos mentalmente y rendirlos en el suicidio, precisamente
en el mismo lugar del crimen: la laguna negra. El cuenco en el que se cuece la
historia no hace más que intensificar el grado de la tragedia pues es el
contexto familiar el que ve cómo se dibuja y se desarrollan el destino, la
envidia, la relación padre hijos, la presencia amorosa de la madre, las
intenciones cainitas entre hermanos, la cizaña entre cuñadas, la visualización
de las propiedades familiares y su división, el reparto tradicional de
herencias y profesiones…
Y todo envuelto en el halo del
misterio, en el sueño, en la presencia solo presentida del padre a la puerta
con la leña, en la acusación creciente y en gradación maravillosa de los
elementos de la naturaleza en la última parte a los dos hermanos parricidas, y
la resolución final con la catarsis y el castigo sin excusas de los asesinos.
Antonio Machado, además, y sobre
todo, envuelve el contenido esencial en la melodía adecuada y en el ritmo
propio de este tipo de relatos. De sobra conocía él la importancia en la
coordinación de le “sens et le son”, los dos elementos esenciales de la
creación poética. Saborear la rapidez de algunos pasajes, en los que se queda
solo con lo imprescindible y con aquello que sugiere solamente, y degustar y
embarcarse en la intensidad graduada de la parte final en la que todo acusa a
los asesinos, hasta terminar con la imagen general de todo el campo (“Los dos
hermanos quisieron / volver. La selva ululaba, / Cien ojos fieros ardían / en
la selva, a sus espaldas”) es solo plato de restaurante de cinco tenedores.
Hay mil elementos integrados en
esta composición doble (prosa y poesía) que son para comida lenta y reposada,
para comentario largo y para sobremesa sin prisas y distendida. Ahí continúan
por si se presentara la ocasión. Cuánto me gustaría compartir.
Pienso en el esquema mental que
esconde el largo romance y en la representación de los sentimientos que en él
aparecen. En nuestros días, casi todo el mundo vive en las ciudades, el ritmo es
mucho más acelerado, todo invita a la carrera y al compás que marque la moda.
Pero la Historia ha sido otra, otros sus ritmos y otras sus escalas. No sé
cuánto de las esencias del relato quedan en nosotros, los que vivimos en
poblaciones pequeñas y los que pasan en día de acera en acera en las ciudades.
Ojo, que los elementos esenciales son los mismos, aunque las representaciones
sean diferentes.
En estos días de agosto, muchos
de los urbanitas andan de aglomeración en las costas o acaso de vista en los pueblos
de sus orígenes o de sus antepasados más inmediatos. A la hora del crepúsculo y
del serano, y si la televisión lo permite, tal vez vuelva al recuerdo alguna de
las historias que guardan las pequeñas comunidades, aquellas que parecían
ancladas en el tiempo y que empiezan a ser solo recuerdo del pasado. Buenas
horas para acompasar tiempos e ideas. A la luz de la luna o en torno de una
mesa, con varias generaciones en el corro, las vivas y las ausentes. Después,
quién sabe, tal vez se rompan los misterios; o acaso sigan ahí pendientes
siempre para hacernos temblar y meditar un rato.
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