Siempre he pensado - lo he
dicho y escrito muchas veces- que este es un país de extremos: de calores para
no quitarse la gorra y de fríos para no quitarse el abrigo, de playas
abarrotadas y páramos vacíos, de pueblos
sin control en verano y de ciudades sin un ruido en invierno, de colas
del paro engordadas en otoño y de extrañas esperanzas de trabajos temporales en
el buen tiempo, de fans de charanga y pandereta y de cascarrabias pensantes que
no saben cómo leches convivir con los de al lado y sus costumbres. Hasta
toponímicamente ha cuajado lo de los extremos en la Extremadura como extremos
del Duero.
Cualquier día está lleno de
noticias que abonan este hecho del contraste y de los extremos en la piel de
toro. Hoy leo estas dos: a) Muere Martín (o Martí) de Riquer, un reconocidísimo
sabio y erudito en el mundo de Cervantes y de la Edad Media, maestro de
filólogos y de todo aquel que se haya acercado al mundo de la literatura. Yo lo
asocio sobre todo al mundo del Quijote, del que sabía, si se me permite, tal
vez demasiadas cosas. b) Torneo del toro de la Vega: imágenes del espectáculo
en el que cada año se da muerte a un toro por parte de gente con lanzas de
acero.
Son solo dos ejemplos de lo
que sucede cada día en esta piel de toro en la que una parte cornea y otra se
sube a lomos del animal para otear el horizonte y tratar de dar vida al futuro.
Y lo del toro de la Vega no es más que una versión macabra del esquema pobre y
simplón en el que nos movemos por estos pagos: procesión, toros y verbena.
Yo he nacido en un hermoso
pueblo en el que se mantiene la tradición de “correr los gallos”. Sé que no se
puede eliminar de un plumazo lo que se viene repitiendo desde hace muchos años,
y sé también que las costumbres de las comunidades hay que tratar de
explicarlas y de contextualizarlas para que puedan ser comprendidas. Pero eso
no debería evitar que las tendencias apunten hacia el final correcto y
razonable. Y, sobre todo, no deberíamos confundir que una cosa es explicar un
fenómeno y otra muy distinta es justificarlo y hasta aplaudirlo.
En todo caso, volvemos a la
España de Frascuelo y de María, a la España de charanga y pandereta y del macho
alfa como jefe visual de la manada. Y, además, en la versión más instintiva y
animal.
Pero al lado de esta España
hay otra que piensa y razona, que analiza el pasado y hace prospecciones hacia
el futuro, que aspira a alzar su vista hacia otro día más allá de este día, que
sabe que el ser humano es capaz de algo más que asistir al circo y a llenar el
estómago.
En esa España vivía Martín de
Riquer. En esa España me gustaría vivir también a mí.
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