No suelo asomarme con mucha
frecuencia en esta ventana a asuntos demasiado concretos. Creo que hay
fundamentalmente dos razones para ello. La primera es que otras ventanas más
leídas, los medios de comunicación, ya se dedican a eso y casi solo a eso. La
segunda es el sentimiento de impotencia que siento ante casi todo y la certeza
de que nada de lo que yo pudiera apuntar va a tener ninguna repercusión en nada
y sobre nadie. Estas y otras razones me incitan a cerrar puertas y a esconderme
en mí mismo y en mis adentros, en el territorio de los principios y de los
sentimientos, en el huerto que mala o buenamente cultivo.
De vez en cuando, sin embargo,
abro la ventana y dejo volar una paloma que lleva mi mensaje hacia ninguna
parte, que lleva mi grito hacia el espacio, donde se pierde desleído y gaseoso.
Hoy es un día de esos. Lo es porque es día doce, un día después de la Diada en
Cataluña.
Cualquier asunto de esta
trascendencia -y todos los demás igual- deberían encararse con serenidad y
desde diversos puntos de vista; solo así obtendríamos una visión panorámica y
un poco más exacta y serena del asunto.
No tengo nada claro el asunto
histórico, la realidad dinástica, política, social y económica de principios
del siglo XVIII, de aquel 1714, que, separado en pares de cifras, casi tiene
resonancias taurinas. Aunque confieso que, al menos, sí he leído. Menos claro
tengo aún que la gente conozca realmente qué sucedió por aquel entonces; ni los
unos ni los otros. Y partir de datos reales no sería mal asunto, para no
moverse en vaguedades o hasta en mentiras mondas y lirondas. No parece, en
cualquier interpretación que no sea demasiado sesgada, que aquello fuera
precisamente una lucha de territorios sino de influencias y de comercio; y
excedía los intereses de la Península para perderse por los caminos de Europa.
Tampoco sé muy bien en qué
medida se repiten ahora, comienzos del siglo XXI, las coordenadas ni los
sentimientos de entonces. Parece que no hay que ser muy linces para observar
que la Historia avanza y que hay mucho mutatis mutandis que ponerle al asunto.
No conozco a nadie que me
convenza de qué nivel es superior en jerarquía, el jurídico o el emocional. El
jurídico da buena parte de razón a los que piden decisión de todos los españoles
a la vez; el emocional enseña que la ley es solo una referencia al servicio de
lo que una comunidad decide en cada momento, que el derecho solo recoge parte
de lo amplia que es la vida y que, dicho con expresión popular, no se le pueden
poner puertas al campo. En pura analogía, tampoco se le podrían poner peros a
decisiones de separación de territorios más pequeños dentro de Cataluña, y así
hasta el absurdo.
No sabría calibrar en qué
medida tantos decenios de imposición nacionalista han influido en el cambio de
opinión y han creado en clima emocional de ahora mismo en Cataluña, pero
sospecho que en gran medida. Al revés sucedería otro tanto.
Tampoco sabría aplicar cuántos
nacionalistas de emoción han creado las posiciones y la intervenciones de la
derecha mediática “central” cada día y cada momento que han abierto la boca,
pero también sospecho que mucho miles.
Nadie me ha sabido explicar
por qué la izquierda española ha hecho dejación en los últimos treinta o
cuarenta años de su vocación internacionalista que como tal izquierda le
corresponde por naturaleza.
Ni siquiera sé, por no saber,
qué es exactamente eso de “un pueblo”, como se dice del pueblo catalán, del
pueblo español o del pueblo de Valero.
Sí tengo algo más claras
algunas otras cosas.
Tengo algo más claro el hecho
de que, si una comunidad grande se empeña en hacer convivencia por su cuenta,
no hay forma humana de retenerla.
Sé que esta realidad llamada
España ha andado, por desgracia, casi siempre en un baile sin fin en el que
encontrar pareja resulta casi imposible.
Sé que las comunidades son más
fuertes si se construyen de abajo arriba y desde la confianza y no desde el
recelo.
Sé que los “pueblos” no son
tanto territorios, lenguas y costumbres -que también-, sino ideales comunes e
ilusiones compartidas. Y sé que estos ideales son una inmensa riqueza porque
generan una fuerza incontenible.
Sé que no se puede estar todo
el tiempo pensando en si nuestra pareja de baile nos acepta o nos rechaza, pues
esto genera recelos y desconfianzas, cansancio y desaliento.
Sé que cuando de la mesa se
levanta el más rico y no quiere compartir con el más necesitado, a este se le
pone cara de enfado y le vienen a la boca palabras de rechazo y hasta de
insulto hacia el más pudiente.
Sé también que el que se
siente rechazado anda con el regustillo agriado y no suele cantarle ninguna
nana al que le ha dicho adiós, ni le va a comprar a su tienda.
Sé que, en esta situación,
todo anda manga por hombro y el tiempo se nubla y se aborrasca. Y sé que la
tempestad tardará en pasarse.
Y, definitivamente, sé que,
por lo que se ve, no sé prácticamente nada de todo este barullo tan diverso. Al
menos me declaro sin certezas, tanto de las de la razón como de las de la
emoción.
Tal vez solo sea una la
que se me asienta cada vez más clara:
estoy hasta el cogote de que España tenga la historia más triste de todas las
historias. Dejadla que camine con soltura y no la maltratéis como a una mala
madrastra. Yo creo que no se lo merece.
1 comentario:
Pues eso.
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