Parece que casi cuatro
millones de ciudadanos se han manifestado en París a raíz de los atentados
cometidos por islamistas hace apenas unos días. Seguramente habrán sido muchas
más personas las que lo habrán hecho en otros lugares del mundo. Muchos de
ellos han sido de religión islámica.
Está bien que esto suceda,
pero en su entorno se mueve todo un abanico de variables, de intensidades, de
búsqueda de causas, de consecuencias y hasta de precisiones léxicas.
No es fácil dar con la tecla
que realmente afine el concierto. Creo, sin embargo, que, también en este
asunto, hay consideraciones más importantes y variables de menor recorrido.
Yo quiero insistir en el hecho
mensurable y comprobable con la simple lectura de que en el Corán se habla y se
recoge la presencia y la conveniencia de la yihad en numerosas ocasiones.
Olvidarlo es falsear la realidad y no querer ver la tormenta cuando te está
cayendo el chaparrón encima. Es verdad que después las interpretaciones pueden
ser más o menos rígidas, pero la masa para hacer el pan es esa y no otra.
Enseguida nos apresuramos a
afirmar que la mayor parte de los musulmanes es gente de paz, como si con ello
descubriéramos el mediterráneo. Pues claro, solo faltaba. Como en cualquier
religión. El asunto no es el de las personas sino el de los textos y el de las
teorías en las que se basan ciertas actuaciones y ciertos comportamientos en la
vida. Si no aprendemos a diferenciar una cosa de la otra, andaremos siempre en
la superficie de la cebolla.
Porque si identificamos a las
personas con las religiones, entonces, cada vez que pongamos en cuestión una
idea o una teoría recogida en los textos de esa religión estaremos poniendo en
cuestión a las personas que la practican. Y entonces la consecuencia es
inmediata: lo que se ha de mover en el nivel del respeto a la persona se
convierte en un miedo invisible y continuado en el que nos sumergen y del que
no nos dejan salir. Sucede con cualquier religión, sobre todo con aquellas que
se identifican con la totalidad de un Estado o con un período largo de la
Historia en el que esa religión ha sido o es única o predominante. La
costumbre, la cultura general, los dogmas, los prejuicios y toda una retahíla
de prácticas adquiridas, nos llevan a sentir miedo ante la posible crítica de
cualquier texto, de cualquier principio y hasta de cualquier práctica de esa
religión. Por desgracia, no sucede nada similar en el sentido contrario.
¿A quién se le puede escapar
que hay gente a la que le parece ridícula y de nula calidad racional e intelectual
la existencia de cualquier religión, y mucho más la existencia de ciertos
dogmas o de ciertas prácticas litúrgicas? ¿No se le echa un carro de
improperios encima a aquel que se desliza un poco en la broma o en la burla, en
sociedades en las que esa religión es la más extendida? ¿Hace falta salir de
nuestras fronteras para constatar esta realidad? Ni siquiera del pueblo o
ciudad en la que vivimos. Las religiones viven mejor en el misterio y en el
silencio; cuando se ponen a la luz y se razonan sus principios, entonces se les
caen muchas hojas a sus libros.
Pues hay que sacar a la luz
-con respeto y educación, pero sin miedo- cualquier duda y opinión que nos
susciten esos textos, sean la base del islam, del cristianismo o del judaísmo.
Ese es el mejor respeto que podríamos mostrar a los que practican esas
religiones: comentamos sus textos, extraemos consecuencias razonadas y
razonables y procuramos hacer la convivencia un poco más soportable y menos
misteriosa y asustada. ¿Por qué no puedo yo hacer análisis sobre el Corán o la
Biblia y sí lo puedo hacer sobre un soneto de Quevedo? ¿Y por eso no respeto a
sus seguidores? No se puede confundir el respeto con el miedo, y mucho menos
con el temor a cualquier castigo social o religioso. Nos jugamos tanto como
nuestra dignidad como personas. Ellos también se la juegan y por eso queremos
comentar y opinar. Por eso el respeto total a las personas y el menor miedo
posible a razonar acerca de los textos. Por muy sagrados que sean.
Tengo un amigo que descubrió,
después de muchos años, que tenía guardada una imagen de la Virgen. Decidió
tirarla a la basura porque estaba ajada. Cuando fue a tirarla, no se atrevió.
Algo atávico funcionó en su interior para prohibírselo. Yo creo que ese algo no
estaba muy lejos del miedo. Lo mismo le sucede a otra persona muy próxima que
no se atreve a rechazar amablemente la imagen de una virgen que circula por las
casas y que de vez en cuando le llevan hasta la suya.
Que se abran las ventanas, que
entre el sol, que se crucen sin miedo las ideas, que no se anule al hombre como
ser capaz de pensar y de decidir su futuro, que no se atemorice a nadie con
anuncios de castigos. Repetiré los versos de otro día: “Siempre la claridad
viene del cielo. / No confundáis el cielo con los dioses.”
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