domingo, 11 de enero de 2015

TIRAR LA IMAGEN


Parece que casi cuatro millones de ciudadanos se han manifestado en París a raíz de los atentados cometidos por islamistas hace apenas unos días. Seguramente habrán sido muchas más personas las que lo habrán hecho en otros lugares del mundo. Muchos de ellos han sido de religión islámica.
Está bien que esto suceda, pero en su entorno se mueve todo un abanico de variables, de intensidades, de búsqueda de causas, de consecuencias y hasta de precisiones léxicas.
No es fácil dar con la tecla que realmente afine el concierto. Creo, sin embargo, que, también en este asunto, hay consideraciones más importantes y variables de menor recorrido.
Yo quiero insistir en el hecho mensurable y comprobable con la simple lectura de que en el Corán se habla y se recoge la presencia y la conveniencia de la yihad en numerosas ocasiones. Olvidarlo es falsear la realidad y no querer ver la tormenta cuando te está cayendo el chaparrón encima. Es verdad que después las interpretaciones pueden ser más o menos rígidas, pero la masa para hacer el pan es esa y no otra.
Enseguida nos apresuramos a afirmar que la mayor parte de los musulmanes es gente de paz, como si con ello descubriéramos el mediterráneo. Pues claro, solo faltaba. Como en cualquier religión. El asunto no es el de las personas sino el de los textos y el de las teorías en las que se basan ciertas actuaciones y ciertos comportamientos en la vida. Si no aprendemos a diferenciar una cosa de la otra, andaremos siempre en la superficie de la cebolla.
Porque si identificamos a las personas con las religiones, entonces, cada vez que pongamos en cuestión una idea o una teoría recogida en los textos de esa religión estaremos poniendo en cuestión a las personas que la practican. Y entonces la consecuencia es inmediata: lo que se ha de mover en el nivel del respeto a la persona se convierte en un miedo invisible y continuado en el que nos sumergen y del que no nos dejan salir. Sucede con cualquier religión, sobre todo con aquellas que se identifican con la totalidad de un Estado o con un período largo de la Historia en el que esa religión ha sido o es única o predominante. La costumbre, la cultura general, los dogmas, los prejuicios y toda una retahíla de prácticas adquiridas, nos llevan a sentir miedo ante la posible crítica de cualquier texto, de cualquier principio y hasta de cualquier práctica de esa religión. Por desgracia, no sucede nada similar en el sentido contrario.
¿A quién se le puede escapar que hay gente a la que le parece ridícula y de nula calidad racional e intelectual la existencia de cualquier religión, y mucho más la existencia de ciertos dogmas o de ciertas prácticas litúrgicas? ¿No se le echa un carro de improperios encima a aquel que se desliza un poco en la broma o en la burla, en sociedades en las que esa religión es la más extendida? ¿Hace falta salir de nuestras fronteras para constatar esta realidad? Ni siquiera del pueblo o ciudad en la que vivimos. Las religiones viven mejor en el misterio y en el silencio; cuando se ponen a la luz y se razonan sus principios, entonces se les caen muchas hojas a sus libros.
Pues hay que sacar a la luz -con respeto y educación, pero sin miedo- cualquier duda y opinión que nos susciten esos textos, sean la base del islam, del cristianismo o del judaísmo. Ese es el mejor respeto que podríamos mostrar a los que practican esas religiones: comentamos sus textos, extraemos consecuencias razonadas y razonables y procuramos hacer la convivencia un poco más soportable y menos misteriosa y asustada. ¿Por qué no puedo yo hacer análisis sobre el Corán o la Biblia y sí lo puedo hacer sobre un soneto de Quevedo? ¿Y por eso no respeto a sus seguidores? No se puede confundir el respeto con el miedo, y mucho menos con el temor a cualquier castigo social o religioso. Nos jugamos tanto como nuestra dignidad como personas. Ellos también se la juegan y por eso queremos comentar y opinar. Por eso el respeto total a las personas y el menor miedo posible a razonar acerca de los textos. Por muy sagrados que sean.
Tengo un amigo que descubrió, después de muchos años, que tenía guardada una imagen de la Virgen. Decidió tirarla a la basura porque estaba ajada. Cuando fue a tirarla, no se atrevió. Algo atávico funcionó en su interior para prohibírselo. Yo creo que ese algo no estaba muy lejos del miedo. Lo mismo le sucede a otra persona muy próxima que no se atreve a rechazar amablemente la imagen de una virgen que circula por las casas y que de vez en cuando le llevan hasta la suya.

Que se abran las ventanas, que entre el sol, que se crucen sin miedo las ideas, que no se anule al hombre como ser capaz de pensar y de decidir su futuro, que no se atemorice a nadie con anuncios de castigos. Repetiré los versos de otro día: “Siempre la claridad viene del cielo. / No confundáis el cielo con los dioses.”

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