jueves, 17 de septiembre de 2015

UN TORO EN LA VEGA

    
Año tras año se repiten costumbres y usos que, según fechas, quedan en los altares o en el olvido. Los días de agosto son los más propicios para que cualquier elemento que llame la atención se mantenga en la escena de la popularidad durante un tiempo largo. Ya se sabe que, durante ese mes, es mejor no morir, entre otras lindezas porque te puedes quedar sin conseguir enterrador. El país, ya se sabe, está parado y en las playas. La otra posibilidad es la de que un hecho consiga el apoyo o el rechazo general; entonces la inercia hace todo lo demás. Es aquello de coge fama y échate a dormir.
A este segundo caso pertenece el llamado “toro de la vega”, esa macabra celebración en la que unos “machotes” alancean un toro hasta la muerte, entre el jolgorio general. El que consigue darle al animal el último aguijonazo, seguramente cuando el astado ya está exhausto y sin fuerzas, es considerado ganador del torneo y paseado a hombros entre los asistentes, y vaya usted a saber si no adquiere también el derecho de pernada en medio de alguna cencerrada colectiva. La noticia del festejo y su crítica se ha convertido más en noticia que el desgraciado y macabro hecho en sí: qué harían los medios sin el toro de la vega en estas fechas cada año.
Cualquier actividad de este tipo merece por mi parte la más absoluta condena, pero exige también su análisis y su presentación didáctica. Para ello sería bueno que los antropólogos (o el mismo sosiego y el sentido común pueden servir) nos enseñaran la razón de su existencia, sus implicaciones, la escala de valores (o de falta de valores) que esconde, la dificultad de removerlos y de eliminarlos y la mejor forma de hacerles frente.
Nací en un pueblo serrano que conserva la siniestra “fiesta de los gallos”. Me gustaría que mis paisanos la eliminaran de sus costumbres. Pero entiendo que no es sencillo sin una labor didáctica y serena. Si no se hace así, las reacciones pueden ser (de hecho suelen ser) desproporcionadas por cualquier parte, y eso no hace más que favorecer las posturas extremas. Y, cuando la masa se encuentra en territorio propio, se siente más segura y dispuesta a casi todo.
Acciones desgraciadas como las del “toro de la vega” no son más que variantes extremas de manifestaciones seculares en las que se premian los instintos más inmediatos y exagerados y que, de forma esquemática, vienen a simbolizar hitos en el discurrir humano premiados de muy diversas maneras. Porque los premios no solo se hacen en metálico: hay muchas otras formas de regalarlos, y si no que se lo digan a los asistentes a los festejos y a las comunidades que los acogen. Por eso las variantes sociales, religiosas y políticas que implica todo esto, variantes que no son tan sencillas de resolver.
Así que espectáculos de este tipo, los menos posibles; pero manejando otro tipo de valores, sin premios sociales a los más “forzudos”, como si fueran los machos alfa de la manada, y con la coherencia de la analogía. Porque acaso lo que criticamos (desde mi punto de vista con toda la razón) en el “toro de la vega”, tal vez lo defendamos y hasta lo jaleemos en otros formatos diferentes.

Si el ser humano es un ser de costumbres, a ver si entre todos las vamos ordenando en una escala en la que sea la razón y no los instintos la que se sitúe en el vértice. Y todo con serenidad, lejos tanto de la explosión instintiva como de esnobismo y el morbillo comercial. 

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