Año tras año
se repiten costumbres y usos que, según fechas, quedan en los altares o en el
olvido. Los días de agosto son los más propicios para que cualquier elemento
que llame la atención se mantenga en la escena de la popularidad durante un
tiempo largo. Ya se sabe que, durante ese mes, es mejor no morir, entre otras
lindezas porque te puedes quedar sin conseguir enterrador. El país, ya se sabe,
está parado y en las playas. La otra posibilidad es la de que un hecho consiga
el apoyo o el rechazo general; entonces la inercia hace todo lo demás. Es
aquello de coge fama y échate a dormir.
A este
segundo caso pertenece el llamado “toro de la vega”, esa macabra celebración en
la que unos “machotes” alancean un toro hasta la muerte, entre el jolgorio
general. El que consigue darle al animal el último aguijonazo, seguramente
cuando el astado ya está exhausto y sin fuerzas, es considerado ganador del
torneo y paseado a hombros entre los asistentes, y vaya usted a saber si no
adquiere también el derecho de pernada en medio de alguna cencerrada colectiva.
La noticia del festejo y su crítica se ha convertido más en noticia que el
desgraciado y macabro hecho en sí: qué harían los medios sin el toro de la vega
en estas fechas cada año.
Cualquier
actividad de este tipo merece por mi parte la más absoluta condena, pero exige
también su análisis y su presentación didáctica. Para ello sería bueno que los
antropólogos (o el mismo sosiego y el sentido común pueden servir) nos enseñaran la razón de
su existencia, sus implicaciones, la escala de valores (o de falta de valores)
que esconde, la dificultad de removerlos y de eliminarlos y la mejor forma de
hacerles frente.
Nací en un
pueblo serrano que conserva la siniestra “fiesta de los gallos”. Me gustaría
que mis paisanos la eliminaran de sus costumbres. Pero entiendo que no es
sencillo sin una labor didáctica y serena. Si no se hace así, las reacciones
pueden ser (de hecho suelen ser) desproporcionadas por cualquier parte, y eso
no hace más que favorecer las posturas extremas. Y, cuando la masa se encuentra
en territorio propio, se siente más segura y dispuesta a casi todo.
Acciones
desgraciadas como las del “toro de la vega” no son más que variantes extremas
de manifestaciones seculares en las que se premian los instintos más inmediatos
y exagerados y que, de forma esquemática, vienen a simbolizar hitos en el
discurrir humano premiados de muy diversas maneras. Porque los premios no solo
se hacen en metálico: hay muchas otras formas de regalarlos, y si no que se lo
digan a los asistentes a los festejos y a las comunidades que los acogen. Por
eso las variantes sociales, religiosas y políticas que implica todo esto,
variantes que no son tan sencillas de resolver.
Así que
espectáculos de este tipo, los menos posibles; pero manejando otro tipo de
valores, sin premios sociales a los más “forzudos”, como si fueran los machos
alfa de la manada, y con la coherencia de la analogía. Porque acaso lo que
criticamos (desde mi punto de vista con toda la razón) en el “toro de la vega”,
tal vez lo defendamos y hasta lo jaleemos en otros formatos diferentes.
Si el ser
humano es un ser de costumbres, a ver si entre todos las vamos ordenando en una
escala en la que sea la razón y no los instintos la que se sitúe en el vértice.
Y todo con serenidad, lejos tanto de la explosión instintiva como de esnobismo
y el morbillo comercial.
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