Los finales
de agosto me sumergen en un mar de noticias que, sin solución de continuidad,
van vomitando los medios de comunicación, fundamentalmente las imágenes
televisivas: pateras llenando el Mediterráneo sin poder aproximarse a las
costas, playas llenas de turistas tostándose al sol y sin prisas para nada,
barcazas en las que se agolpan gentes de diversas edades que huyen de sus
países, trenes hasta los topes que almacenan personas con las mismas
intenciones, hileras interminables de fatigados con niños exhaustos de miradas
indefinidas que lo juegan todo a la ruleta de la Europa Occidental, traspasos a
gogó de futbolistas de un país a otro…, y los primeros insultos políticos
inaugurando una temporada que se presenta repleta de acontecimientos
importantes.
En esa
sucesión se me reflejan las enormes diferencias entre unos y otros casos. Por
una parte los turistas divirtiéndose (eso dicen y eso muestran con sus
gesticulaciones exageradas) y los deportistas de primer nivel; por otra parte,
toda esa fila inacabable de los que se afanan por conseguir llegar hasta donde
entienden –acaso no saben muy bien en dónde se meten- que su vida puede
desarrollarse con más dignidad.
Hasta la
terminología los diferencia: mientras que unos son turistas, otros son
inmigrantes; mientras que a unos se les recibe con todas las atenciones, a
otros se les ponen barreras materiales y sociales de todo tipo; mientras a unos
se les incluye en esas estadísticas de las que después se va a presumir y con
las que se va a engañar a muchos ciudadanos, a los otros se les raciona todo y
se les controla en busca del menor cupo posible. Los primeros vienen dispuestos
a consumir; los segundos llegan con la petición de trabajar a cambio de un
sueldo que les permita sobrevivir. La Europa envejecida y opulenta los mira
como apestados y los más egoístas reclaman su control cuando no su expulsión
inmediata.
Todos son
extranjeros pero no todos engrosan las mismas listas. Para los más pudientes se
habla de movilidad, de sol, de hoteles, de fiestas y saraos; mientras que a los
más necesitados se les ponen concertinas y vallas de toda clase. Todos poseen
la misma dignidad por ser personas, pero no a todos los dignificamos de la
misma manera. Los hijos de unos son iguales a los de los otros, pero sus caras
no expresan la misma angustia ni la misma situación.
Y, por si
fuera poco, hasta los nombres los heredan. Los hijos de los extranjeros pobres
que nacen en los países de llegada siguen siendo inmigrantes, tan solo
rebajados por el apellido de “inmigrantes de segunda generación”. Los hijos de
los extranjeros pudientes son españoles de nombre, de hecho y de todo derecho.
A los primeros seguimos estigmatizándolos con el nombre, incluso después de
ofrecerles otros muchos derechos, como son los de educación, sanidad, trabajo…
También con
estos calores veraniegos sigue habiendo caminos que surcan diligentemente el
cielo o las olas del mar con suavidad, y hasta los carriles de las autovías con
rapidez. Hay otros que, por desgracia, lo hacen con más lentitud, con el
cansancio a cuestas y con las ilusiones difusas y casi imposibles; de hecho,
muchas se quedan por el camino, bajo el calor del sol, a la intemperie del
viento o al capricho de las olas.
Y es que
siguen existiendo billetes de distinta clase, y no es lo mismo viajar en clase
turista que en clase preferente; ni lo es trasladarse en yate que en patera. Dónde
vas a parar. Y lo peor es que el esclavo demasiadas veces sigue aplaudiendo al
del yate mientras este le ordena y manda que se lo limpie.
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