La habitación era amplia y diáfana. Además, estaba adornada con
dos espejos que multiplicaban la longitud en ambos fondos. Entró con prisa pero
se vio de repente sorprendido por la imagen reflejada en ambos espejos. Su incipiente
calva, los evidentes surcos cerca de las mejillas y unas bolsas testigos decadentes
de unos ojos negros y vivos le devolvían una figura no deseada que no supo distinguir
si se correspondía con la realidad o era el reflejo de alguna ilusión o mal sueño.
Se quedó perplejo e inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Miraba
indistintamente a uno y a otro espejo y se daba de bruces con su frente y con
su espalda. Era como si persiguiera controlar de una vez su cuerpo y no pudiera
conseguirlo por más que se esforzara. Se acordó de aquella expresión que uno de
sus amigos le espetaba con frecuencia: “Lo que pasa es que cada vez se te
presenta con más frecuencia el carnet de identidad y no quieres reconocerlo”.
Pero pasaron algunos minutos y la sensación se hizo más
espesa y duradera. Una fuerza como invisible lo ataba a la sala y no lo dejaba
salir de allí. Su mente comenzó a dar vueltas mientras se solidificaba la
imagen dentro del cristal. ¿Era el cristal la verdad o era aparición y reflejo
de otro mundo mentiroso? La verdad, la mentira; la mentira, la verdad. Qué
conceptos tan arduos.
Pronto su pensamiento derivó hacia su experiencia y hacia el
valor de ambas. ¿Es mejor la verdad que la mentira? Qué disparate. Claro que es
mejor, pues todos aspiramos a ella y huimos de la mentira como algo negativo
para la convivencia. Pero su mente daba vueltas y se enturbiaba. Claro que
aspiramos a la verdad, pero esta es por definición única e impuesta, no la
podemos ni modificar ni moldear. En cambio la mentira depende de nosotros y se
presenta tan múltiple como múltiples son las personas que la predican o que la
usan. En ese sentido, la mentira termina siendo más próxima que la verdad, casi
más humana.
No le satisfacía el razonamiento porque la consecuencia era más
negativa que el ajuste lógico. Algo fallaba.
Seguía sin moverse del medio de la habitación, sorprendido
por las imágenes que le devolvía el espejo. Tenía que existir algún otro
elemento que le salvara de la tentación de la mentira y de la abstracción de la
verdad. Sin saber muy bien cómo, algo le dijo que explorara la imaginación como
tabla de salvación, como camino diferente de la verdad y de la mentira. La
imaginación le ofrecía la ventaja de la proximidad y de la individualidad, pero
además lo elevaba hacia las nubes de lo sublime y de la creación, de lo que
aspira a lo absoluto.
Lo hizo durante un tiempo indefinido. Aquel día salió de la
habitación con el amor de los poetas y montado en un caballo blanco que lo
conducía, entre la soledad, hacia la luz de la madrugada.
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