Tengo que dejar nota, siquiera apresurada, de ocho días
intensísimos por el centro de Europa. Se agolpan en mi mente las imágenes y las
consideraciones. Hoy solo alcanzo el nivel de la descripción imperfecta. Las
consideraciones vendrán más tarde, cuando la mente ordene datos y los
jerarquice.
Era el corazón entero del imperio austrohúngaro, con sus tres
capitales al completo. Primero Budapest, más tarde Viena y el complemento
gozoso de una Praga radiante en el otoño.
Se me llena la mente del agua de los ríos navegables, mares
para el caudal exhausto de nuestros aprendices de regatos; el Danubio infinito
y el Moldava (o Vitava), ejercientes de mares tierra adentro. Pero fue todo en cascada
y aluvión: Palacio Real; Iglesia Matías; el Puente de Elisabeth (aquella Sisí
emperatriz de caramelo y cines); todo el Buda mirando hacia la llanura de Pest,
con todos los palacios en su cresta y el recuerdo inmediato de aquella ardua
batalla en la que un duque de la ciudad estrecha fue a lucirse ante la nobleza
europea, a demostrar su fe y a hacerse un camino de milagros en su vuelta
durmiente hacia su tierra; el majestuoso parlamento, émulo del de Londres y a
la vera del río caudaloso; la Basílica de san Esteban; la Isla Margarita; el
Puente de la Libertad; el valle interminable del Danubio, en Visegrad y su
Castillo de las Nubes; los infinitos sitios musicales; las vistas panorámicas
diurnas y nocturnas; los paseos en barco por los ríos eternos…
Viena fue el núcleo del imperio e imperial sigue siendo en su
conjunto: las calles, los palacios continuos, las ciudades y campos: Durstein o
Melk; el palacio interminable de Schönbrunn; los espacios de música; los bailes
y las óperas (con concierto completo y delicioso); el ambiente del lujo en el
recuerdo y esa imagen que acude inevitable para pensar lo injusto de la Historia
por todas las esquinas. Pero he dicho que el análisis es para otra ocasión.
Praga fue ya el cansancio pero con la sorpresa a cuestas por
tanta grandeza y tanto colorido: el Palacio Real, la catedral de san Vito;
Vyserhad completo; los teatros y siempre la música; el Puente de Carlos tomado
por todo el que quería; el Niño Jesús de Praga, como leyenda típica; Malastrana
alá al frente; la ciudad hecha tranvía y setos en la naturaleza; el recuerdo
visible de la época soviética y la recuperación lenta hacia una cultura más
abierta y globalizada…
Pero no han sido solo las ciudades ni los centros urbanos; ha
sido el contexto de clima y de naturaleza -en plena efervescencia del otoño-,
la sensación de que allí la el medio natural parece más acordado y conforme con
el ser humano, los restos tan presentes tanto del imperio histórico como de los
estragos hitlerianos o de la ocupación comunista, el sentido de pertenencia a
una comunidad nacional sin desgarros visibles, los repartos y ayudas
comunitarias tan extensas y el sentimiento de que caminan juntos hacia un
futuro colectivo mejor…
Dicen que viajando se curan los nacionalismos. Puede que sea
verdad, aunque esta idea hay que matizarla mucho. Hay muchas formas de viajar,
incluso sin moverse de la silla. Pero he de confesar que mi impresión general
es altamente positiva. En todo caso, se trata de un resumen visible de lo que
fue un imperio en otros siglos y de la naturaleza en la que se asentó. Las imágenes
pueden ahora mucho más que la intrahistoria, aunque esta sea mucho más
importante que el fogonazo luminoso de lo visible e inmediato. Es ya nivel del
análisis y habrá tiempo de ello.
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