A veces me pregunto por qué escribo casi a diario y por qué lo hago en
este formato de ventana reducida. Repaso y encuentro lo que sin buscar sé que
contienen estas páginas, ya tantas y diversas. Y lo que encuentro es que el
fondo más extenso, la nube que todo lo cubre, el ambiente más sólido vuelve sus
ojos hacia mí mismo.
Esto me plantea la pregunta de alcance, que es lo que aquí interesa:
¿qué es lo que vierte cualquier escritor en lo que hace? La respuesta me llama
enseguida a la puerta, la dejo entrar y se sienta conmigo. Un escritor, o un
escribiente, no tiene otra cosa ni otro fondo que su propia historia; si no
recurre a ella, no le queda otro remedio que copiar a los demás. Y aun esta última
fórmula no será más que una imprecisa y burda historia de sí mismo. Es así de
absoluto y de diáfano. O sea, que la respuesta tiene pocas aristas: escribo de
mí mismo. Porque nacemos vírgenes, pero nos vamos impregnando de nosotros
mismos a medida que el tiempo nos ocupa y terminamos siendo copias de la suma de
todos los días anteriores. A medida que pasan los años, uno busca más y más en
el cubo de la basura todas aquellas hojas del calendario que se han ido cayendo
del mismo, dejando tan solo un aroma que se va alejando sin ruido y sin
protesta. En ellas me detengo, las rescato y las vuelvo a leer. Yo sé que no
son las mismas, y que no pueden ni deben serlo: la historia no se repite; si
acaso, se reestrena con papeles distintos, con ropas diferentes y con tonos más
cálidos o fríos. Pero hay aromas dulces que avivan el recuerdo y se mezclan con
otros con sabor a vinagre. Todos mandan aviso de algo de lo que fueron, son
como formas débiles de realidades sólidas más fuertes. Con todos hago un guiso
que me sirve y me sacia, que me deja consciente de que soy habitante que quisiera
vivir con el pobre y no con la pobreza, con cualquier ciudadano y no con el
gentío, que ando en el atardecer de esa ruleta que dicen que es la vida, que yo
mismo atardezco sin remedio, mirando con sorpresa el horizonte, cada vez más
cercano y menos luminoso. Tengo que confesar que muchas veces me considero
intruso en esta vida, como un canto rodado en una esquina, que mira y no comprende
muchas cosas, que no quiere acudir a la llamada bulliciosa de los ruidos de
fuera, que se esconde en terrenos estrechos, tal vez por timidez, tal vez por
desengaño, que a veces se ve envuelto en el desánimo y asentado en la mesa de
la sinceridad.
Somos solo pasado en el presente y futuro que aguarda y nunca llega,
somos copias continuas de nosotros mismos que se van degradando poco a poco,
somos la fugaz belleza de una rosa que se va cultivando con riegos y sequías,
que enseña las esencias del aroma y el dolor que provocan las espinas.
Hay que seguir regando con el agua que llega desde el fondo del pasado. Y
hay que dejar también que el jardinero se siente a contemplar sus jardines y
respire y se deje y se perfume, y se sienta la flor de su cultivo.
1 comentario:
Todo el derecho del mundo.
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