No me atraen las grandes ciudades, sospecho que no me
acostumbraría muy bien a vivir en ellas, y, sin embargo, cada vez que voy a
Madrid -siempre con fecha fija de retorno-, me siento a gusto y confortado.
Tal vez sea esto porque Madrid no se conjuga en singular,
pues es un plural vestido de arco iris, y no posee dueño por ser propiedad de
todo el que pase por allí. Por eso me sumo otra vez a la metáfora de rompeolas de todas las Españas. Y en
estos tiempos convulsos de tira y afloja, de centrifugamiento acelerado, de
todo para mí y allá los demás, Madrid a mí me acoge entre sus calles sin
preguntarme nada, sin atosigarme con sus símbolos y dejándome hacer lo que yo
quiera. No conozco en España ciudad más abierta y a la vez más cercana.
Madrid es un cocido recién hecho que tu hermana te ofrece y
que te deja ya henchido para el día, es multitud por todas las esquinas, son
ruidos sin descanso, lamentos y sonrisas, son parques deliciosos y Retiro, es
la vida subida al escenario de sus muchos teatros, la pobreza dormida entre
cartones, el cruce cultural en las aceras, el no descansar nunca (tampoco por
las noches),, el mundo subterráneo y las alturas, el aparente caos por todas
partes… La vida a borbotones en todas sus especies.
Esta vez la he contemplado con otro traje nuevo. Asistí por
motivos familiares al final de una prueba atlética que discurría por las calles
céntricas de Madrid y que tenía su meta en la mima Puerta del Sol. La Casa de
Campo, La Almudena, el Puente de Segovia, el Palacio Real, la Calle Mayor, la
Puerta del Sol. Y miles de esforzados atletas en hilera interminable por todas
esas calles, arco iris gigante, serpiente en movimiento, sudores y cansancio,
esfuerzos extremos…, y gentes, muchas gentes llenando las aceras, esta vez
epidemia real pero gozosa, dando gritos de ánimo al esfuerzo. Al lado de las
grandes decisiones (capitanía general, ayuntamiento, catedral…), el paso
ilusionado de tantos corredores que jugaban al límite de esfuerzo, esa gente
normal que va en la vida pasando por las horas y los días sin demasiado ruido.
Mi aplauso más sonoro para ellos.
Después, al poco rato, como sucede solo en estas urbes, todo
se disolvió entre multitudes que ansiaban otras cosas diferentes. Y aquel
espectador que los miraba, caló el chapeo
(…), fuese y no hubo nada.
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