De modo que me marcho unos días a los mares del sur, a apagar
en sus olas los rescoldos de las fiestas, con los ruidos de la música y los
vecinos, con la bomba atómica de algunos descontentos (en un periódico
provincial fueron miles: muchos más que los que físicamente podían caber en
posturas lujuriosas en el monte -de tal periódico no se puede esperar otra cosa
y de donde no hay no se puede sacar-) que no encontraron fácil subida a El Castañar y no sé qué otras zarandajas y vuelvo con casi todo cambiado.
Porque entro por la Corredera y me encuentro con que el
silencio, solo roto por un inmenso griterío de estorninos que han invadido
también la parte oeste del parque, contrasta con el bullicio que dejé atrás.
Enseguida paseo por las calles de la ciudad estrecha y observo los espacios
vacíos y las tiendas solas, como aguardando impacientes que llegue algún
cliente a romper su monotonía. No veo en las plazas los grupos de muchachos
jugando o conversando, y ya los imagino con los libros a cuestas, sentados en
sus sillas y tratando de volver a la rutina y al estudio (que debería recordar
que significa afición, con lo que comporta de actitud ante el trabajo).
Pero es que en lo personal me sucede tres cuartos de lo
mismo: De pronto me sorprendo sin bajar los estores de mi terraza porque el sol
ya no aprieta como antes; guardo mis sandalias pensando en que no me han de ser
necesarias y hasta desempolvo algún calcetín por si las moscas; salgo a dar un
paseo y recuerdo que tengo chaquetas finas en el armario y cojo una por aquello
de la lluvia y la temperatura; el sol y la luz ya no me esperan por la tarde y,
cuando quiero darme cuenta, se han perdido en el horizonte; empiezo a tener en
cuenta que tengo pijamas en mis cajones para usarlos y hasta pido un paraguas
por si acaso; desde mi terraza miro al campo y observo ya colores menos verdes
y descubro algún amarillo que se va colando de contrabando entre las ramas; las
golondrinas, que siempre forman grupo en las paredes de mi casa, parece que
este año no me han esperado para decirme adiós antes de irse hacia el sur (tal
vez me fueron siguiendo y yo no me di cuenta)… Y, para colmo, leo que se ha
producido casi una revolución por causa de un timbre que no tenía ganas de
dejar de sonar y de decir que allí estaba él, con dos narices. Esto, como lo de
los viajes del no autobús hacia El Castañar, son cosas de la ciudad estrecha.
Vaya por dios. Yo hacía años que no subía a la fiesta en el monte, y me subieron andando por los rodeos, y no
me entró fiebre ni sentí nada especial: qué mala suerte.
Menos mal que Manolo me regaló, en nuestra página El libre albedrío, la letra de un poema
de Ángel González, aquel magnífico ángel menos dos alas, que, aunque yo lo
había releído por enésima vez hacía pocos días, me elevó un poco la moral y me
puso de nuevo en mi camino pequeño e individual, lejos, aunque cerca, de tanta
nimiedad.
En fin, que son imágenes que me confirman que el tiempo pasa,
que es lo que siempre pasa; y que, de un día para otro, los signos son indicios
de ese otoño tranquilo que ya se deja ver en cada cosa y en cada día.
El poeta afirmaba lo que sigue: es el amor que pasa. Nosotros, menos solemnes, nos conformaremos
con reconocer que es el tiempo que pasa.
Y nosotros con él y sus designios.
Así que a hacer camino hacia uno mismo. Tal vez nos
encontremos más a gusto.
1 comentario:
Vaya, levanta el ánimo!
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