EL JUICIO Y EL LAMENTO
“La filosofía arranca del primer juicio. La
poesía, del primer lamento”. Tal cosa escribe y afirma el poeta León Felipe.
¿Tiene razón? ¿Tiene razones? ¿Cuántas y cuáles? ¿Tiene solo parte de razón? ¿Es
un disparate?
Como me sucede casi
siempre, no tengo respuesta definitiva. Se me disculpará un poco más a mí, que
escribo y creo poesía bastante reflexiva, en la que se mezclan las emociones
con las razones.
Tal vez, como tantas
veces, casi todo se dilucide en los grados de un ingrediente y de otro. No
discutiré que la filosofía se nutre de la razón y en ella encuentra sus límites.
Tampoco que la poesía crea un mundo paralelo en el que la emoción (en forma de
lamento o de alegría o de sorpresa o de cualquier otra variable) señala el
camino y mantiene la exigencia.
Pero la filosofía, en su
trabajo racional, encuentra nuevas conclusiones, y en ellas se recrea y hasta
se emociona. La poesía, ya sea en su proceso de conocimiento o de comunicación,
también tiene que basarse en un referente, primario o final, que deje al
creador situado en unos parámetros legibles e interpretables.
Si un lector se detiene
en el filósofo Hume, por ejemplo, al final de la lectura tiene que sentir -y no
solo pensar- que algo en su interior se ha removido. Si lo hace con el poeta san
Juan de la Cruz, su escala de valores emocional se habrá sometido a alguna
reconstrucción o afirmación de tipo racional.
Da, pues, la impresión
de que filosofía y poesía recorren el mismo camino y en él se cruzan y se dan
la mano. Cada una con su vestimenta y con su horario de trabajo. Cada cual con
su herramienta, pero ambas con una meta bastante próxima.
Lo importante es que
ambas nos deberían mostrar un mundo más claro, más humano y más ilusionante. O
lo contrario, porque los resultados no los conocemos nunca hasta que finaliza
el proceso.
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