Con frecuencia y alegando
cualquier pretexto, viene a visitarme Platero, aquel burro del sur que se hizo
eterno y amigo para siempre de todo el mundo. En cuanto oigo su rebuzno, le
abro la puerta y le doy paso, lo acaricio y lo miro minuciosamente desde sus
orejotas hasta las pezuñas de sus patas. Nunca lo he visto triste en sus
múltiples visitas y siempre lo he considerado como un viejo amigo que quiere
pasar un alegre rato conmigo.
Quiero decir, claro, que
la lectura de este libro de imágenes y postales moguereñas, que sirven para
cualquier museo natural, completa un mar de ternura y de borrachera léxica.
Nunca me ha dejado indiferente su lectura. Siempre he visto en él un ejemplo
sublime de lo que es un torrente de imaginación en lo externo y en lo interno.
De lectura no sencilla si se quiere uno empapar del mar de imágenes que
componen cada cuadro y asumirlas todas en nuestra visión particular. Pero, como
los niveles de apropiamiento pueden ser muy variados, lo considero una fuente
extraordinaria para la aproximación, tanto a la lectura, como a la creación. De
su simple imitación, pueden salir pozos llenos de agua fresca y mundos de
colores.
¡Cuántas veces Platero ha
guiado a mis alumnos en el aprendizaje tanto de la lectura como de la
escritura! Me hubiera gustado que lo hubiera hecho también, y sobre todo, en el
del camino maravilloso del desarrollo de la imaginación personal. Y, por
supuesto, a mí también me ha servido y me sirve de referente.
Por eso las visitas de Platero son tan bien
recibidas en mi casa y en mi rincón. Y, cuando el burro se despide, siempre
queda emplazado para una nueva ocasión. Porque yo sé que es mentira la muerte
de Platero, aunque JRJ se empeñara en pintárnosla de manera tan sencilla como
sugerente. Así lo hacía y así lo recojo yo hoy aquí, a pesar de que Platero es y
será universal y eterno.
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los
ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió todo
bruscamente, y dejó una mano arrodillada... No podía... Entonces le tendí su
mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.
El viejo Darbón, así que
lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el
pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó...
Que el infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué raíz mala... La
tierra, entre la yerba...
A mediodía, Platero
estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y
sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso
ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la
mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en
silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla,
revolaba una bella mariposa de tres colores...
Todo sencillez, todo precisión, todo
ternura, todo… belleza y hermosura.
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