La situación sanitaria en la que nos
encontramos y el tiempo soleado y templado que nos acompaña nos llevan muchos
días al paseo por los alrededores de Béjar. Es la mejor forma de respirar aire
puro y de sortear la presencia de la gente.
El Castañar es uno de los mejores
parajes para ello. Este monte aglutina toda una serie de elementos, que hacen
de él un lugar muy especial: paisaje, temperatura, religiosidad, ocio, paseo,
residencias de verano, frutos en otoño, huidas furtivas… Muchos pueblos y
ciudades consagran un punto elevado en el que concentran actividades
representativas para los ciudadanos, de tal manera, que una buena parte de la
idiosincrasia de la comunidad se puede observar en ese lugar. El asunto daría
para un largo ensayo, tal vez más útil para extraer consecuencias para el
presente que el descubrimiento de no sé qué documento; pero el horno no está
para estos bollos en estos momentos.
Esta mañana Dios se puso azul y,
cuando Dios se pone azul en los otoños bejaranos, parece que se ha echado al
hombro una buena tienda de campaña y se ha quedado tomando el sol en todo lo
que alcanza la vista. Parecería que con él se ha traído el paraíso para
exhibirlo.
De describir este paisaje ya me he
ocupado en muchas ocasiones y no quiero hoy repetirme, aunque me tienta. No me
extraña que los que lo viven por primera vez no resistan la tentación de hacer
su acuarela paisajística particular y su retrato laudatorio. La cosa no es para menos.
Como a mí la contemplación del paisaje
quiero que me sirva para la reflexión, procuro echar a andar el pensamiento y
dejarme llevar por él.
Hoy miraba el paisaje de castaños y
contemplaba los suelos llenos de erizos, con sus frutos ya a la vista,
dispuestos para el que quiera extender la mano y recogerlos. Mucha gente ya lo
ha hecho. Otra lo hará durante estos días de calbotes. En muy distintas
ocasiones he visto cómo las gentes vareaban las ramas para obligarlas a dejar
caer los erizos. Mala costumbre, cuando el fruto se nos da gratis con solo
esperar algún día más. Hoy también había gente rebuscando castañas. Es otra buena
forma de tomar el sol y de agradecer a la naturaleza sus frutos.
Pero pensé enseguida en la larga
historia que tienen estas castañas y estos árboles; y a la imaginación
acudieron algunas escenas propias de otros tiempos en los que la castaña era
casi el principal alimento de las gentes de estas tierras. Nada menos que ya en
el siglo dieciséis. Francisco de Zúñiga y Sotomayor, uno de los duques de esa
familia que dispuso de las tierras y de las gentes de esta zona a su antojo
hasta bien entrado en siglo diecinueve, promulgó unas “Ordenanzas para la conservación del monte Castañar de la villa de
Béjar y para el buen uso de ella”. A modo de ejemplo y en su capítulo XXXI:
“Otrosi, que ninguna persona que guardare
puercos en los montes de esta villa non coja castañas ni ande de día ni de
noche so pena de cien maravedís, la mitad para el denunciador y la otra mitad
para el Concejo, si no fuere para cocer o asar”. Vinieron litigios entre la
casa ducal y los vecinos. Cuántas disputas, desigualdades, demostraciones de
fuerza, diferencias sociales, injusticias y ratos de ordeno y mando. Y cuántos
días de búsqueda de lo más elemental para la supervivencia, de rastreos entre
castaños y de rendición de cuentas al señor de los señores. Es la Historia, y parte
importante de la historia de este paraje.
Hoy el monte también está acotado y cada
día se les roba más espacio a los árboles con asfalto, bares, juegos y automóviles.
Pero ahí siguen los castaños, con sus frutos otoñales como bombas de mortero en
una batalla incruenta contra el suelo. Pero estas bombas de racimo ni hieren ni
matan, simplemente dan cauce a la naturaleza y a sus leyes. Hasta que no puedan
más contra los acosos a los que las sometemos.
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