martes, 13 de octubre de 2020

LAS ACERAS

 LAS ACERAS

Las nuevas generaciones ya se han hecho a la idea de que, si salen a la calle, lo tienen que hacer con la precaución de quien sabe que anda por terreno que no es suyo, como si hubieran ido a tonda o algo así. Antes, la calle era toda para andar y pasear, para pregonar la leche o para poner un puesto de melones amarillos, o simplemente para jugar al hinca o al gua, al aro o a los zancos, sin que nadie te molestara, salvo tu madre para recordarte que la merienda estaba lista para dar cuenta de ella.

Pero llegó el automóvil y llegó el asfalto, y ya nadie se sintió seguro. Las distancias se fueron acotando y el suelo se volvió liso, se levantaron las aceras y nos dijeron a todos: por aquí y de aquí no te salgas, porque, si lo haces, te atendrás a las consecuencias. Y el automóvil se hizo dueño y señor de las calles, y ya lucir palmito o ir del brazo de alguien charlando pausadamente desapareció de la escala de las buenas costumbres y de la pose social, las charlas y los saludos se trasladaron a los bares y a los espacios cerrados, donde las distancias sociales y físicas se acortaron. Se conoce que entonces no circulaba el coronavirus.

A medida que pasó el tiempo, los automóviles se democratizaron y ya casi se regaló uno a cada uno de los vecinos. Y llegó el momento de idear en qué lugares podían pasar el rato los coches cuando no estaban ocupados. Fue su última conquista de las calles, por las que ya no solo circulaban, sino que además y sobre todo parecía que se tumbaban a tomar el sol o a refrescarse en el frío. Y, a todo esto, el peatón, el que va a pie, cada vez más esquinado y disminuido, sin poder hacer un corrillo o asentar un puesto de castañas o de churros, una mesa petitoria para el día del cáncer o un puesto para vender lotería de la ONCE. En los pueblos con calles estrechas, la solución es la fila, de uno en uno y sin pararse a contarle al vecino lo bien o mal que ha salido el cocido del día anterior.

Esto del coronavirus es lo único que ha plantado cara al automóvil en las calles y en las aceras. De repente metió a todo el mundo en casa y aquello volvió a la imagen del desierto, pero con asfalto. Los coches estaban asustados por falta de competencia y en las aceras crecieron las hierbas, como si en ellas despertaran los recuerdos del campo. Su esperanza fue vana y corta.

Cuando se pudo salir de nuevo a la calle y se quiso la recuperación de la actividad a marchas forzadas, fueron de nuevo las aceras las que más lo notaron, no solo sufrieron las voces de los automóviles bien y mal aparcados, sino también la invasión de las terrazas, que, como elefante en cacharrería, se adueñaron de cualquier centímetro cuadrado que encontraron libre. Allí vierais a los peatones haciendo zigzag, ensayando ochos, esquivando sillas…, y soltando pestes cada vez que se atrevían a intentar un paseo por una acera. Poco importa el sacrificio individual, pensarían, si se hace ad maiorem pecuniae gloriam; o sea, todo por la pasta. Los vendedores ambulantes y los jubilados andan suspirando a los poderes públicos alguna semejanza en las concesiones hechas a los dueños de las terrazas. De momento, solo se encuentran con las aceras estrechas y los parques vacíos, que los estorninos todavía no han aprendido educación y lo tienen todo perdido y maloliente. Y, con esto del contagio del virus… lo van a tener complicado.

Cualquier día, si el virus no se va pronto, tal vez tangamos que saltar directamente desde el portal de casa a un automóvil o a buscar asiento en una mesa de terraza, porque las aceras tienden a desaparecer. O tal vez nos animemos a no salir de casa, a confinarnos sin que nos lo pidan porque no tenemos otro plan. Pero para mí que no es plan y que, en estos asuntos, cualquier tiempo pasado, además de ser pasado, fue mejor.

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