LAS ACERAS
Las nuevas generaciones ya se han
hecho a la idea de que, si salen a la calle, lo tienen que hacer con la
precaución de quien sabe que anda por terreno que no es suyo, como si hubieran
ido a tonda o algo así. Antes, la calle era toda para andar y pasear, para
pregonar la leche o para poner un puesto de melones amarillos, o simplemente
para jugar al hinca o al gua, al aro o a los zancos, sin que nadie te
molestara, salvo tu madre para recordarte que la merienda estaba lista para dar
cuenta de ella.
Pero llegó el automóvil y llegó
el asfalto, y ya nadie se sintió seguro. Las distancias se fueron acotando y el
suelo se volvió liso, se levantaron las aceras y nos dijeron a todos: por aquí y
de aquí no te salgas, porque, si lo haces, te atendrás a las consecuencias. Y
el automóvil se hizo dueño y señor de las calles, y ya lucir palmito o ir del
brazo de alguien charlando pausadamente desapareció de la escala de las buenas
costumbres y de la pose social, las charlas y los saludos se trasladaron a los
bares y a los espacios cerrados, donde las distancias sociales y físicas se
acortaron. Se conoce que entonces no circulaba el coronavirus.
A medida que pasó el tiempo, los
automóviles se democratizaron y ya casi se regaló uno a cada uno de los
vecinos. Y llegó el momento de idear en qué lugares podían pasar el rato los
coches cuando no estaban ocupados. Fue su última conquista de las calles, por
las que ya no solo circulaban, sino que además y sobre todo parecía que se
tumbaban a tomar el sol o a refrescarse en el frío. Y, a todo esto, el peatón,
el que va a pie, cada vez más esquinado y disminuido, sin poder hacer un
corrillo o asentar un puesto de castañas o de churros, una mesa petitoria para
el día del cáncer o un puesto para vender lotería de la ONCE. En los pueblos
con calles estrechas, la solución es la fila, de uno en uno y sin pararse a
contarle al vecino lo bien o mal que ha salido el cocido del día anterior.
Esto del coronavirus es lo único
que ha plantado cara al automóvil en las calles y en las aceras. De repente
metió a todo el mundo en casa y aquello volvió a la imagen del desierto, pero
con asfalto. Los coches estaban asustados por falta de competencia y en las
aceras crecieron las hierbas, como si en ellas despertaran los recuerdos del
campo. Su esperanza fue vana y corta.
Cuando se pudo salir de nuevo a
la calle y se quiso la recuperación de la actividad a marchas forzadas, fueron
de nuevo las aceras las que más lo notaron, no solo sufrieron las voces de los
automóviles bien y mal aparcados, sino también la invasión de las terrazas,
que, como elefante en cacharrería, se adueñaron de cualquier centímetro cuadrado
que encontraron libre. Allí vierais a los peatones haciendo zigzag, ensayando
ochos, esquivando sillas…, y soltando pestes cada vez que se atrevían a
intentar un paseo por una acera. Poco importa el sacrificio individual, pensarían,
si se hace ad maiorem pecuniae gloriam; o sea, todo por la pasta. Los vendedores
ambulantes y los jubilados andan suspirando a los poderes públicos alguna
semejanza en las concesiones hechas a los dueños de las terrazas. De momento,
solo se encuentran con las aceras estrechas y los parques vacíos, que los
estorninos todavía no han aprendido educación y lo tienen todo perdido y
maloliente. Y, con esto del contagio del virus… lo van a tener complicado.
Cualquier día, si el virus no se
va pronto, tal vez tangamos que saltar directamente desde el portal de casa a
un automóvil o a buscar asiento en una mesa de terraza, porque las aceras
tienden a desaparecer. O tal vez nos animemos a no salir de casa, a confinarnos
sin que nos lo pidan porque no tenemos otro plan. Pero para mí que no es plan y
que, en estos asuntos, cualquier tiempo pasado, además de ser pasado, fue
mejor.
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