DE
BARES Y TABERNAS
Me rodea el sol por todas partes.
La tarde es espléndida, de esas que componen el inigualable otoño en estas
sierras bejaranas. El veranillo se alarga y los cuerpos y los ánimos parecen no
querer volver a la rutina y a los espacios cerrados. Es puente y medio mundo
anda fuera de casa. Los niveles turísticos se recuperan y el optimismo vuelve a
renacer. Los campos están más vivos, las ciudades se han reencontrado con los
visitantes y las terrazas se han adueñado de buena parte de las calles.
La pandemia nos ha sacado de los
bares y nos ha situado en los espacios abiertos. Las temperaturas suaves y la
adecuación de espacios contienen el frío y hasta en invierno se puede uno
sentar en las terrazas.
Cuando yo era joven -hace ya
algunos años-, existía la costumbre de “salir a tomar algo” por los bares. Se
hacía sobre todo los fines de semana. Íbamos de bar en bar, empujándonos unos a
otros para pedir la consumición, levantando la mano y desesperándonos hasta que
el camarero tenía a bien servirnos, cobrarnos el gasto y vuelta a empujar en la
salida. No parábamos mucho en cada establecimiento, pues había que pagar una
ronda por barba y el recorrido era obligado.
Ya entonces, íbamos a los bares o
cafeterías, y menos veces a las tabernas. ¿Es que no había tabernas? ¿Cuáles
eran y son las diferencias entre un bar y una taberna? A nadie se le oculta que
la palabra taberna pierde su lucha con el término bar, y mucho más con el de
cafetería. Ya entonces andaba cargada de connotaciones negativas, en las que
ocupaba lugar la imagen poco atractiva del que las frecuentaba y la de las
bebidas que en ella se vendían; si bien es verdad que alguna taberna conservaba
y conserva el valor de lo castizo y tradicional.
Ahora que la pandemia nos ha
sacado a las terrazas y nos ha expulsado de las tabernas y de los bares, me
lleva la curiosidad a concretar diferencias entre bar y taberna. Vamos a ello.
TABERNA le gana la partida a bar en
el tiempo y en el casticismo. Ya la usaban los romanos, aunque con un significado
un poco más amplio pues se utilizaba para designar lugares en planta baja en
los que se despachaban comidas, pan y bebidas, algo así como un pequeño
supermercado, muchas veces al lado de lugares de ocio. La Historia le ha
reducido mercado y le ha regalado ese tipismo y ese olorcillo a vino y a dejar
pasar la vida que ha salpicado los siglos. En ellas imaginamos a los goliardos,
por ejemplo, cantando, bebiendo y retozando; y en ellas sabemos del tiempo que
los obreros de Béjar pasaban cuando llegaban hartos del trabajo de las fábricas
y poco deseosos de entrar en casa, entonces sin medios audiovisuales de
distracción. Esas tabernas que tanto criticaba Unamuno.
BAR es mucho más joven, casi del
día de ayer, pues, aunque proceda también de una palabra latina “barra”, no ha llegado hasta nosotros
hasta hace poco más de un siglo, a través de los caminos del francés y del inglés.
Llegó con el oficio aprendido del lugar en el que se expenden bebidas para
consumir allí mismo y en poco tiempo. No se conoce bar que no posea un parapeto
de separación entre el cliente y el camarero. Ese parapeto no es otra cosa que
una “barra”, que, en la Edad Media,
servía como elemento de separación entre estrado de justicia y acusados.
Ya se ve que las lenguas y las
palabras son organismos vivos y que evolucionan y se van abriendo paso como
buenamente pueden. Resulta apasionante recorrer con la imaginación ese camino. También
para BAR, hasta llegar a comprender con exactitud lo que tenemos y el lugar del
que procedemos. Nada menos que del campo de la justicia al campo de la
distracción y la bebida.
Sentarse en una taberna, nos
lleva a olvidarnos del tiempo, a sentir los placeres del vino, a reconocer
acaso los efluvios únicos de algún licor hecho especialmente para ese lugar, reconocernos
miembros de una tradición larga, recorrer el tiempo pasado y compararlo con el
presente, añorar acaso el nombre de alguna taberna ya cerrada… Ay, las
tabernas.
Volver a un bar nos retrotrae en
el tiempo y nos hace sentir la presencia física de los próximos, compartir
experiencias, arreglar en mundo en torno de una cerveza, recordar que ya no se
estila la costumbre de entrar y salir a la carrera de un bar a otro, anotar la
certeza de cuántas horas de nuestras vidas se gastan o se pierden en la barra
de un bar… Ay, los bares.
Y luego ya, todo eso del
gastrobar, de la cantina, del bodegón, de la tasca, del café, del pub, o de todos esos otros nombrajos que les están
quitando el sitio a las tabernas y a los bares.
Las terrazas, desde la pandemia,
quieren apoderarse del espacio de los bares y tabernas. Lo peor es que se
apoderan también del espacio de los paseantes y de cualquier vecino que,
simplemente, quiera echar un rato por las calles de su pueblo o ciudad. Primero
lo hicieron los coches; ahora lo hacen las terrazas. Y no, no vale más un coche
o una terraza que una persona. Qué va. Imagínense si, además, hace la valoración
una persona que no frecuenta precisamente demasiado ni las tabernas, ni los
bares, ni las terrazas.
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