viernes, 25 de marzo de 2022

PECADOS CAPITALES

 PECADOS CAPITALES

Estas religiones occidentales que han conformado y siguen siendo conciencia de nuestra historia tienen una de sus bases fundamentales en la culpa y en el pecado. Sin ellos no se sustentarían. La consecuencia inmediata es el castigo y la condena. Los mayores, claro, se extienden hasta lo inabarcable: el fuego eterno. Como contrapeso y ánimo, incluyen el premio también eterno: el cielo glorioso. Y cuantos más adornos se le ponen a uno, más desgracias se le acumulan al otro. Como si el pobre humano tuviera capacidad, pobrecito, para merecer ni gloria ni castigo eternos. La consecuencia es un miedo latente, que aflora en cualquier momento de la vida y que impide el desarrollo normal de las escasas capacidades que poseemos para encarar la vida con humildad, pero también con gallardía.

Pero hay pecados y culpas de todo tipo, con mayor o menor fortaleza y rango. Hoy recuerdo aquellos que se llamaban (no sé si siguen en cartelera) pecados capitales: gula, pereza, envidia, avaricia, lujuria, soberbia, ira. Los siete pecados que te dejan baldado solo con evocarlos, como si fueran fantasmas o jinetes del Apocalipsis que te miraran siempre desde arriba y blandiendo alguna espada.

Si se repasan con calma, hay uno que se separa de los demás en algo importante. Se trata de la envidia. ¿En qué? Pues en que tal vez sea el único que no produce placer.

Veamos.

¿Qué se puede decir de la gula ante un plato bien colmado de algo que nos guste mucho? Estará mal, pero que nos quiten el atracón y el gusto que nos llevamos para el cuerpo.

¿Y de la pereza? En una mañanita de fin de semana o del mes de abril en el que «las mañanitas son tan dulces de dormir»...

La avaricia rompe el saco. Pero, mientras lo rompe y no lo rompe, el avaricioso se cree en el camino de la satisfacción. Eso sí, sin saber acaso que ese camino no tiene meta.

De la lujuria y sus placeres, no cuente que los alabe (…), pues el mundo todo sabe cuáles fueron.

La soberbia deja al menos un ratito de complacencia, aunque enseguida nos lleva a la desazón y al malestar.

Algo similar sucede con la ira, que nos permite, aunque sea momentáneamente, desfogar nuestros enfados y dejarnos como en la posición de descanso. Tal vez, también, por poco rato.

Y llegamos a la envidia. Siempre se habla de envidia sana y envidia no sana. Como si se tratara del colesterol. Alguna vez he escrito acerca de la envidia como sistema de cambio y de rebelión en busca de un ambiente más justo e igualitario. Pero, sea como sea, es difícil hallar un momento de placer en el proceso de la envidia. Ni en la sana ni en la menos sana. Así que aquí, en el campo de la envidia, en el pecado llevamos la penitencia de serie.

¿Por qué nos cargan con los demás pecados si nos producen placer? ¿Es que la vida, tan breve ella, tiene que estar también llena de pecados y de culpa? Un poco de compasión, por favor.

Que no digo yo que haya que abusar de nada, pero de ahí a no dejarnos ni levantar la cabeza hay una escala muy grande.

Esos que se atribuyen la interpretación única de los textos religiosos y que ordenan la escala de valores, de gracias y de pecados, de indulgencias y de premios, pero también de castigos y de penas, se lo deberían pensar un poco más y dejarnos más libres para el gozo y el camino positivo en la vida. ¿Por qué ese empeño en tenernos siempre con la amenaza sobre la espalda y el miedo en el cuerpo? ¿De verdad que los dioses se complacen en vernos así, asustaditos y sin poder darnos ningún caprichito? ¿O acaso es que esto responde más bien a otros intereses inconfesables de los miembros de la comunidad que mejor parados pueden salir de su imposición?

Qué quieren que les diga.

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