PECADOS CAPITALES
Estas religiones
occidentales que han conformado y siguen siendo conciencia de nuestra historia tienen una de sus bases fundamentales en la culpa y en el pecado.
Sin ellos no se sustentarían. La consecuencia inmediata es el castigo y la
condena. Los mayores, claro, se extienden hasta lo inabarcable: el fuego
eterno. Como contrapeso y ánimo, incluyen el premio también eterno: el cielo
glorioso. Y cuantos más adornos se le ponen a uno, más desgracias se le
acumulan al otro. Como si el pobre humano tuviera capacidad, pobrecito, para
merecer ni gloria ni castigo eternos. La consecuencia es un miedo latente, que
aflora en cualquier momento de la vida y que impide el desarrollo normal de las
escasas capacidades que poseemos para encarar la vida con humildad, pero
también con gallardía.
Pero hay pecados y
culpas de todo tipo, con mayor o menor fortaleza y rango. Hoy recuerdo aquellos
que se llamaban (no sé si siguen en cartelera) pecados capitales: gula, pereza,
envidia, avaricia, lujuria, soberbia, ira. Los siete pecados que te dejan
baldado solo con evocarlos, como si fueran fantasmas o jinetes del Apocalipsis
que te miraran siempre desde arriba y blandiendo alguna espada.
Si se repasan con
calma, hay uno que se separa de los demás en algo importante. Se trata de la
envidia. ¿En qué? Pues en que tal vez sea el único que no produce placer.
Veamos.
¿Qué se puede decir
de la gula ante un plato bien colmado de algo que nos guste mucho? Estará mal,
pero que nos quiten el atracón y el gusto que nos llevamos para el cuerpo.
¿Y de la pereza? En
una mañanita de fin de semana o del mes de abril en el que «las mañanitas son
tan dulces de dormir»...
La avaricia rompe el
saco. Pero, mientras lo rompe y no lo rompe, el avaricioso se cree en el camino
de la satisfacción. Eso sí, sin saber acaso que ese camino no tiene meta.
De la lujuria y sus
placeres, no cuente que los alabe (…),
pues el mundo todo sabe cuáles fueron.
La soberbia deja al
menos un ratito de complacencia, aunque enseguida nos lleva a la desazón y al
malestar.
Algo similar sucede
con la ira, que nos permite, aunque sea momentáneamente, desfogar nuestros
enfados y dejarnos como en la posición de descanso. Tal vez, también, por poco
rato.
Y llegamos a la envidia. Siempre se
habla de envidia sana y envidia no sana. Como si se tratara del colesterol. Alguna
vez he escrito acerca de la envidia como sistema de cambio y de rebelión en
busca de un ambiente más justo e igualitario. Pero, sea como sea, es difícil
hallar un momento de placer en el proceso de la envidia. Ni en la sana ni en la
menos sana. Así que aquí, en el campo de la envidia, en el pecado llevamos la
penitencia de serie.
¿Por qué nos cargan con los demás
pecados si nos producen placer? ¿Es que la vida, tan breve ella, tiene que
estar también llena de pecados y de culpa? Un poco de compasión, por favor.
Que no digo yo que haya que abusar
de nada, pero de ahí a no dejarnos ni levantar la cabeza hay una escala muy
grande.
Esos que se atribuyen la
interpretación única de los textos religiosos y que ordenan la escala de
valores, de gracias y de pecados, de indulgencias y de premios, pero también de
castigos y de penas, se lo deberían pensar un poco más y dejarnos más libres
para el gozo y el camino positivo en la vida. ¿Por qué ese empeño en tenernos
siempre con la amenaza sobre la espalda y el miedo en el cuerpo? ¿De verdad que
los dioses se complacen en vernos así, asustaditos y sin poder darnos ningún
caprichito? ¿O acaso es que esto responde más bien a otros intereses inconfesables
de los miembros de la comunidad que mejor parados pueden salir de su imposición?
Qué quieren que les diga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario