SEMBRANDO ODIOS
Llevamos ya un par de semanas de
guerra en Ucrania y creo que no he escrito ni una línea que manifieste mi
consideración ante la misma. No quiere decir esto que la idea no esté presente
en mi conciencia. Además, ante hechos tan graves y tan claros, me cuesta modular
y no sé aportar casi nada más que lo que se manifiesta desde tantas fuentes.
Siempre había presumido de pertenecer
a una generación que, tal vez por primera vez en la Historia, nunca se había
visto envuelta en una guerra. Aunque esta se desarrolla a miles de kilómetros
de distancia, ya no puedo decir lo mismo. Primero la pandemia, otra forma más
sibilina de guerra no convencional; ahora la guerra en Ucrania. Vamos hacia
atrás. Cuando algo te supera de manera tan apabullante, yo no sé hacer otra
cosa que admitir o rechazar en conjunto, sin saber modular y ver que, ni
siquiera en estos casos tan sangrantes, ni la verdad ni la mentira tienen
grados absolutos. Pero es tan alto el valor de la paz, que deberíamos estar
dispuestos a pagar casi cualquier precio con tal de salvaguardarla.
¿Qué puede guardar en su mente este moderno
imperialista como es Putin? ¿Se creerá en el siglo diecinueve? ¿Cuál es el último
fin que persigue? ¿Qué sentido mesiánico es el que lo conduce?
Sean cuales sean los antecedentes que
se consideren, esta es una invasión en toda regla de un país por otro y el
derecho a la defensa está más que justificado.
Las fuerzas en contienda son tan
desiguales, que convendría pensar si es mejor seguir en la defensa y en la
lucha, o sencillamente rendirse para evitar baños de sangre y desgracias
mayores.
Los valores de eso que llamamos Occidente
se están poniendo a prueba más que nunca en la defensa de la democracia, de la
ayuda humanitaria y de su cooperación. Su posible intervención militar debería
pensarse muy mucho por las consecuencias que podría acarrear.
El reguero de animadversión y de odio
hacia los rusos es ya tal, no solo en Ucrania sino en buena parte del mundo,
que durará varias generaciones, sea cual sea el resultado bélico. Y esto
producirá consecuencias muy negativas para todos.
Pronostico que, se tardará más o
menos, pero el invasor terminará marchándose del país invadido con las orejas
gachas: no se puede mantener de manera indefinida la invasión de un país tan
extenso y con ese número de habitantes. La Historia lo demuestra una y otra vez; sobre todo, cuando la voluntad de toda la población es la misma.
Las estructuras geopolíticas se van a
mover como si de placas tectónicas se tratara. A pesar de todos los pesares,
que creo que son muchos, no tengo duda en quedarme en las que configuran el
mundo occidental. Me parece, con diferencia, el mal menor.
Toda la catarata de ayudas
humanitarias que se ha desatado debería estar encauzada en las organizaciones
reconocidas y menos en las apuestas particulares, que manifiestan la mejor
voluntad, pero menor eficacia.
Como de cualquier crisis se pueden
sacar enseñanzas, ojalá todos, cada uno en su nivel, analicemos, concluyamos y
actuemos en el futuro, para remediar y para prevenir.
Todos, también los occidentales,
vamos a ser más pobres; veremos por cuánto tiempo. Tal vez debamos reorganizar
la escala de valores y estar dispuestos a pagar un precio en el bienestar para
salvaguardar otros valores. No será fácil.
Visto el panorama y pensando en el
futuro, a mí me pide el cuerpo pedir que los ucranianos se rindan, como mal
menor para evitar matanzas y muertes innecesarias. La diferencia de fuerzas es
tan desigual, que yo no veo ningún deshonor en reconocer que luchar en tal
desigualdad no merece la pena. La venganza en frío puede ser más sabrosa,
incluso la venganza física. El mal ya está sembrado y el odio no desaparecerá
en mucho tiempo, venza quien venza en la guerra; es más, florecerá y será
cizaña duradera.
En los países occidentales estamos
acostumbrados a que los dirigentes políticos tengan contraposición en otros
poderes y en otras fuerzas políticas y organizaciones civiles. En aquellos
lugares en los que mandan sátrapas y dictadores encubiertos, o ni siquiera
encubiertos, sucede lo que estamos viendo. Si a ello añadimos algo o mucho de
desviación mental, la barbaridad está servida.
Qué pena.
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