domingo, 10 de junio de 2012

PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (2)


                            PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (2)
                                  SEQUEROS-LAS CASAS-SAN MARTÍN
No es fácil auparse hasta Sequeros por la carretera que traspasa el Sangusín, ya bastante sediento, y que otea desde Cristóbal el Alagón. La Calzada Romana y el río dividieron la historia en dos reinos, especificaron las hablas y tejieron después las relaciones entre las gentes que han poblado estos territorios. Desde el Alagón, la carretera serpentea en ascensión, con el agua siempre a sus pies y en el abismo, hasta la bifurcación que nos separa y nos conduce hacia la parte más serrana de la zona. Las curvas, los regatos, los frutales, el monte bajo y la aparición de los robles jalonan la ascensión hasta Sequeros. Un espléndido mirador cercano al pueblo nos sirve de balcón desde el que divisar y contemplar toda la parte alta y la occidental de la comarca. Nuestra vista, por el suroeste ,se pierde entre las sierras cacereñas; por el este, choca con las sierras bejaranas, escasísimas de nieve, que no hace mucho hemos dejado atrás.
Sequeros es una villa señorial que conserva la añoranza de quien ha sido cabeza de partido y hoy ha venido un poco  menos. Los viajeros, desde aquí, se convierten en caminantes. Primero para abastecerse de algunos víveres en una sencilla tienda que les ofrece un pan serrano excelente, después para recorrer y admirar algunas calles del pueblo, estrechas y respetuosas con la arquitectura de la zona: sillares bien labrados las más señoriales, maderas cruzadas con adobe o piedra las más modestas.
A la salida del pueblo, una hermosa fuente sirve para saciar la sed y la costumbre de saborear siempre lo que la naturaleza ofrece. Una ermita de sólida fabricación divide los caminos. Nosotros tenemos intención de seguir la ruta que lleva hasta San Marín. El primer caminante conoce la senda y quiere enseñársela a sus amigos para que la gocen en sana compañía. De manera que echan pie tras pie por el llamado Asentadero de los Curas. Parece que la denominación hace referencia a las reuniones de descanso y paseo que celebraban los curas del lugar en tiempos pasados. No elegían mal lugar, no, para evaluar sus prácticas, para hacer cuentas de los diezmos, o vete a saber para qué otras preocupaciones.
Enseguida el camino se llena de un arbolado que va formando dosel para que los caminantes avancen asombrados y sombreados. En el tramo más próximo al pueblo, las huertas y los frutales se dejan ver, unos cultivados, muchos perdidos para la labor y otros con los cerezos cargados de frutos. Los caminantes aprovechan para tomar frutos en plena sazón y para saborear las cerezas de la ladera. Ya sabían que era época de cerezas y tenían la intención de tomar postre abundante en cualquier sitio. La operación es tan sencilla como tomar y comer, tomar y comer. Los únicos cuidados son los del calor y la abundancia, que no suelen producir buenos resultados.
Pero pronto el camino se torna bosque de robles y más robles. El sol no aprieta y el roble marca siempre zona fresca. Mejor para los caminantes. Enseguida aparecen los primeros adornos a ambos lados de la senda: adornos modernos de cerámica o piedra que, en forma esquemática y simbólica, van presentando figuras diversas. La cota se mantiene casi invariable y la charla se desata. Las fuerzas andan intactas y el paso se mantiene homogéneo. De vez en cuando, las hojas de los robles dejan ver en la ladera de enfrente la parte más alta de la sierra. No tienen prisa los caminantes pues andan enfrascados en sus cosas y tendiendo puentes entre las otras veces en las que han estado juntos y el presente. La frescura y un viento suave hacen que el camino sea en realidad un paseo. Qué robledal tan denso, qué sensación de campo, qué libertad tan clara.
Cuando los caminantes han andado dos o tres kilómetros, advierten la presencia de una señal que bifurca el camino y que indica otra dirección nueva hacia el pueblecito de Las Casas. En ese momento deciden cambiar la ruta y dejarse caer hasta este pueblo que recuerda propiedades de un noble, tal vez del conde de Miranda.
Camino abajo, el robledal sigue intacto, hasta que, dando vuelta a una cerrada curva, aparecen los primeros bancales abandonados y los árboles frutales propios de las cotas más bajas. Un canal solidísimo de piedra recuerda la toma de agua desde un regato y su envío hasta el pueblo y hasta los bancales que ahora nadie cultiva. La nueva captación de agua está señalada en un depósito, mucho menos consistente, que se aparece a la izquierda de la bajada. Tras otra vuelta en el camino y algunos paredones con cerezos en los que los caminantes vuelven a saciar sus ganas de fruta, aparecen las primeras viviendas de Las Casas.
Un paisano, tal vez venido a recluirse en el pueblo después de una larga vida en otras latitudes, los recibe cordial a la puerta de su casa, una construcción moderna con un pórtico lleno de flores. Los caminantes contemplan sin prisas la arquitectura serrana de Las Casas y se sientan a descansar en una inclinada plaza que da salida en todas las direcciones. Muy pronto aparece un anciano que remonta la plaza lentamente y que se para a pegar la hebra con los caminantes:
-          Buenos días.
-          Nos dé Dios.
-          ¿Vienen de lejos?
-          De bastante lejos. Venimos a conocer y a patear esta sierra donde usted vive.
-          Pues no traen mal día para caminar.
-          ¿Cuántas personas viven aquí durante el año?
-          Huy, muy pocas. En los fines de semana vienen más, pero a diario estamos casi solos. Acaso unas cuarenta personas. Y todos somos jubilados.
En medio de la conversación, una mujer, a la que los caminantes habían visto en un bancal de la ladera, cruza con una cesta de cerezas.
-          ¿Quieren comprar algún kilo? Se las vendo baratas.
-          No, gracias, tenemos que seguir andando y no queremos llevar más peso.

La buena mujer no sabe que, pocos minutos antes, habían dado buena cuenta de unos generosos puñados de ellas.
     -Tienen ustedes que bajar a ver el Calvario, es muy bonito, el mejor de toda esta zona. Lo tienen nada más torcer a la izquierda.
Los caminantes apuran un trago de buen vino de la bota y tiran calle abajo en busca del afamado Calvario. Pero el azar les tiene preparada una muy agradable sorpresa.
Una puerta entreabierta deja ver desde el exterior una enorme colección de utensilios tallados en madera que cuelgan del techo de una nave o bodega. Enseguida se paran a indagar sobre el descubrimiento. Dentro trabaja en solitario el mejor artesano del pueblo y acaso de la comarca de la Sierra de Francia: Armando Hernández. Enseguida invita a los caminantes a conocer la colección entera. De la abundante madera del arbolado de la zona, extrae figuras de todo tipo: cazos, cajones, lámparas, cabeceros de camas, estatuas… Las dos amplísimas plantas de su casa rebosan del resultado de su trabajo.
- ¿Y cómo es posible que no se conozca tu obra?
- Es que yo trabajo para mí y poco me importa lo demás.
- ¿Cuánto puede costar este cajonero tan hermoso?
- No tiene precio fijo. Es que no me interesa lo que valga. Lo hago para mí y eso me basta.
- ¿Y cuánto tardas en dar forma a cada una de estas figuras?
- Huy, eso depende; a veces tardo dos o tres horas, otras me lleva una semana o hasta un mes.
Los caminantes, asombrados ante tanta belleza, miran, contemplan y no salen de la perplejidad. Tampoco salen del círculo en el que Amador, el mejor artesano de la Sierra de Francia, parece estar metido y del que no tiene ningún interés en salir.
-Si al menos la Diputación se ocupara de dar a conocer lo que se hace por aquí.
Eso mismo y muchas más cosas es lo que piensan los caminantes cuando, después de un buen rato de admiración y hasta de fascinación por la obra del artesano Armando Hernández, en las Casas del Conde, se despiden de él y de su casa museo. Nadie debería pasar a una legua a la redonda sin detenerse a admirar su obra. Qué extraordinaria sorpresa tan positiva.
Pero el camino aguarda, y el Calvario también. Allí se ven las cruces que los caminantes van dejando atrás entre los comentarios acerca de la forma de vida de los pequeños pueblos, del valor de tantos creadores desconocidos y hasta del sabor de las cerezas que el artista les ha regalado.
El Calvario, en efecto, tiene una traza espléndida. En medio de un paraje recogido por unos robles, se alzan las tres cruces en piedra que dan fin a todo el vía crucis que jalona el sendero.
Los caminantes se aprestan a sellar el recuerdo del lugar con unas fotos poco reverentes, pero se abstienen de ello al observar que un lugareño que cavachaba en un huerto próximo se acerca para explicar con orgullo el sentido del lugar y las muchas visitas que por allí se ven los fines de semana. Con las devociones de los pueblos pequeños hay que tener mucho cuidado y el buen hombre anda empeñado en cantar las excelencias del lugar.
Nos acompaña hasta lo alto del pueblo, desde donde sale el camino que vuelve a llevarnos, ladera arriba, hacia San Martín.
-          Quede usted con Dios.
Con Dios quedaría. Y con la palabra en la boca, perorando sin que ya le pudiéramos oír y menos escuchar.
De nuevo ladera arriba, entre bancales de huertos y frutales. Otra vez cerezas a la boca. El cielo abre. El sol aprieta. Y queda la subida a San Martín.
Enseguida se bifurca el sendero y los caminantes toman ahora uno más estrecho que enfila las huertas y que nos va situando, entre sudores, naturaleza explosiva, pequeños regatillos y un frente siempre verde, a los pies del regato que besa los pies de San Martín. El sendero ha dado para la charla sobre lo divino y lo humano y para arreglar el mundo y hasta la prima de riesgo. Los árboles frutales, el agua en los regatos y la explosión de flora crean un jardín extenso aunque ahora caluroso. La última subida es acusada. No importa, se le rinde el tributo del silencio y del sudor, se encara con tranquilidad y, al cabo de un rato, se la tiene vencida.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Has paseado por donde deje mis quince años, donde saboree las cerezas y las fresas robadas,al igual que tú, donde bañe mi cuerpo en los Lagaretones (lugar precioso que seguro no has estado) zona que conozco bien y que te sorprenderá.Envidia me das.