LA NAVA- PEÑA DE FRANCIA-LA ALBERCA-LA NAVA
Cuidado con los frescos de la sierra. Y con las vigas en el techo si no se agacha bien la cabeza ante ellas. Menos mal que los que han vivido allí saben cómo se las gasta la temperatura nocturna en la sierra y, por ello, dejan siempre las mantas oportunas para los más descuidados.
La mañana apareció con nubes altas y un poco cubierta. Mejor para el camino. A eso de las ocho, los caminantes ya están dando cuenta de un buen desayuno y se preparan para hollar la senda que les ha de llevar hasta la cima de la Peña, hasta el santuario que parece proteger todos estos lugares. Son muchos siglos de devoción y de leyenda y eso se nota en los habitantes del lugar. Como en los demás casos, la leyenda ha ido dejando un poso de misterio y de devoción difícil de razonar y acaso menos difícil de explicar si se tiene en cuenta lo que ha supuesto el paso del tiempo y las circunstancias sociales en estas tierras. No es momento de razonar ahora estos hechos. Hoy solo toca andar y hablar, tratar de entender y, si es posible, gozar del tiempo y del espacio.
En cuanto pueden, los caminantes se vuelven viajeros por unos minutos, los escasos que el coche tarda en llevarlos hasta el Casarito, el inicio de la ruta tradicional de subida hasta la Peña.
Por la estrecha carretera ya viene de vuelta de su paseo matinal una pareja de ancianos.
- ¿Cuánto nos queda para el Casarito?
- Casi nada, nosotros venimos de allí dando un paseo.
- ¿Y para subir a la Peña?
- ¿Van a la Peña? Bendito lugar. Teniendo a la Virgen de la Peña, no hay que temer nada. Entre seis y siete kilómetros por el camino. Empieza al lado de los bares que están junto a la carretera. Que pasen un buen día.
En efecto, el inicio del camino está muy cerca. Todavía les da tiempo a los viajeros para ver el halo misterioso de la Peña desde sus mismos pies, en un día de nubes en la cima. Un santuario con niebla es siempre más misterioso y más atractivo. Parece como si la divinidad tuviera que esconderse y no darse del todo a los ojos de los caminantes y devotos.
Un hombre en jarapales, con cara de sobrado y de poco fiable, nos indica la dirección de la senda.
- Los de por aquí no tardamos más de hora y media en subir -nos dice como quien mira la hora en su reloj.
- Menos lobos –refunfuñan los caminantes, todavía con las fuerzas intactas y con el ánimo entero.
Lo cierto es que el camino está muy bien señalizado y va poniendo a los ahora ya caminantes, en ascensión suave, cada vez en una cota más alta. Un robledal eterno domina la ladera hasta dejar la senda al descubierto ya cerca de la cima. Las ascensiones se honran con el silencio y con las panorámicas que, cada poco tiempo, cambian de forma y de amplitud. Por eso, subir es a la vez mirar al suelo por obligación y cansancio, pero también mirar hacia arriba y mirar al frente amplio de lo que se va dejando atrás. Una abundante fuente, que mana en medio del robledal, sacia la sed de los caminantes, los reconforta y les da ánimos para seguir.
No al cabo de hora y media, como decía el fanfarrón, sino después de dos horas y media de ascenso, los caminantes, cansados y contentos, coronan y hacen cima.
Para entonces el cielo se ha vuelto más claro, pero el airecillo de las alturas permanece fresco y obliga a protegerse con alguna ropa de abrigo.
Lo primero es acercarse al infinito mirador que señala, en todas direcciones, desde los campos de Ciudad Rodrigo hasta los montes de la Sierra de Gata, pasando por toda la comarca serrana y por los lejanos picos de la hermana Sierra de Béjar. Allí sí que hay que ver, mirar, observar, contemplar, considerar, meditar, reflexionar, imaginar… y callar. La leyenda y la historia del santuario andan por ahí en bocas y en páginas y ahora es momento de considerar cómo se han ido tejiendo ambas a lo largo de los tiempos. El susurro del aire es el mejor sonido en las alturas de la Peña.
Hay dos grupos de personas que están visitando el lugar y que hablan diferentes idiomas. Un grupo asegura ser francés: su habla los delata; otro dice que viene de Valladolid.
Los caminantes visitan la pequeña capilla que guarda una segunda imagen de la Virgen, pero pronto se aprestan a entrar en la iglesia con el ánimo de ver y, sobre todo, de cantar. Sí, sí, de cantar. Resulta que estos caminantes saben latín y no entonan mal. Todo lo aprendieron en tiempos juveniles y mozos, y conservan el aroma de la lengua y del tono. Así que adentro y a cantar:
“Magnificat, anima mea, Dominum, / et exultavit spiritus meus in Deo slutari meo / quia respexit humilitatem ancillae suae, / Ecce enim ex hoc beatam me dicent / omnes generationes, quia fecit mihi magna qui potens est, et sanctum nomen eius / et misericordia eius / ad progenie in progenies timentibus eum…”.
Silencio. Los demás peregrinos han entrado para escuchar y los caminantes se vuelven a arrancar con otro canto en latín:
“Te, Deum, laudamus, / te, Dominum, confitemur. / Te, aeternum Patrem, / omnis terra veneratur. / Tibi omnes Angeli, / tibi caeli et univerae Potestates…”
Todo el mundo escucha en silencio y admirado. En lo alto de la cima y en el interior de la iglesia, todo suena casi perfecto. Aún una más:
“Veni, creator Spiritus, / mentes tuorum visita, / imple superna gratia, / quae tu creasti, pectora. // Qui diceris Paraclitus, / donum Dei altissimi, / fons vivus, ignis, caritas, / et spiritalis unctio…”
Las últimas notas del “Veni, creator” llevan a los caminantes al silencio y a los peregrinos a la admiración. Un sacerdote que se apresta a decir misa se acerca para preguntar, extrañado, la forma en que los caminantes conservan su conocimiento de la lengua y de las canciones en latín. “Imagíneselo”, le responde con sordina uno de ellos. No es fácil que estos cantos se repitan con frecuencia ni allí ni en otros sitios de culto público. En cualquier caso, esos sonidos acordados se repiten unos minutos más tarde en un claustro aledaño a la iglesia que mira hacia el oeste. Un par de avispados peregrinos aprovechan para grabarlo en sus vídeos.
A los caminantes esto no les importa en absoluto; ellos solo querían explayarse y recordar otros tiempos. Y vaya si lo consiguieron. Aunque solo hubiera sido para esto, la ascensión habría tenido sentido.
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