jueves, 14 de junio de 2012

PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (6)

                                        EN EL VALLE DE LAS BATUECAS
De nuevo la mañana pinta fresca y el cielo se refugia entre unas nubes altas y grises, deshilachadas y como arropando a los habitantes de la sierra. Todo en la misma disposición: el santuario de la Peña en lo alto, los robledales frescos en sus faldas, y los pueblos como perdidos y olvidados en medio de la llanura; más abajo y a lo lejos, el resto del mundo, ese que ahora los caminantes no quieren ni adivinar.
En este tercer día, se vuelven a convertir por un rato en viajeros pues han decidido visitar el valle de las Batuecas y hasta allí los ha de llevar el coche. Ya tendrán tiempo de cansar sus piernas y sus cuerpos en el interior del valle.
Al paso por La Alberca, todavía temprano, ya hay viajeros que descienden de un autocar, dispuestos a conocer este pueblo de referencia de la sierra. Los caminantes también paran para abastecerse de pan y alguna verdura para la comida del día. Son tan solo unos minutos, los necesarios para volver a caminar por la calle larga, que lleva hasta la plaza mayor. En una esquina de la misma, compran un pan redondo que se come con los ojos y se devorará con el paladar. Acaba de salir del horno casero y no puede haber otro mejor en el mundo.
El puerto del Portillo marca el límite entre valles y seguramente también el límite entre historias diferentes. Es verdad que las gentes de las Batuecas se han relacionado tradicionalmente con La Alberca, pero imaginarlos senda arriba y abajo, con sus caballerías o a pie, invita a pensar en las penosidades y en la lentitud de esas relaciones.
Desde el mirador se abre a la vista de los caminantes una panorámica majestuosa. El valle de las Batuecas y los aledaños de las Hurdes forman un mosaico de ondulaciones verdes y llenas de salvaje vegetación. Su orientación geográfica y su clima hacen de ellos un vergel que parece sin hollar y a disposición del caminante. Extender la vista y dejarse llevar por la imaginación es tarea obligada desde esa atalaya. La historia de estas gentes, tantas veces contada en clave de miseria y de limitaciones, puede entenderse como real y a la vez como misteriosa pues todo forma como un recinto natural con su propio ritmo y con sus propias condiciones.
Los caminantes pensaron en un momento descender andando ladera abajo pero la precaución ante alguna dificultad de tipo médico les empujó a ser viajeros hasta lo hondo del valle. Una carretera estrecha, lenta y tortuosa se va dejando caer y zigzaguea adornada por una enorme variedad de árboles salvajes que va jalonando el descenso e indicando la cota exacta con la clase de árbol adecuada. En alguna de las infinitas revueltas, cualquier mirador improvisado invita a volver a reposar la mirada y a sentir el aroma del viento y de la flora, lo extenso del panorama y el resumen de su historia. Los propios árboles se defienden a sí mismos, conteniendo las pedreras que se siguen formando en toda la ladera.
Con la lentitud que exige la estrecha carretera, con la mirada puesta en la variedad del paisaje y con las ganas de llegar al final de tan empinada cuesta, llegan los viajeros hasta el pie del puerto, donde corre apacible el río Batuecas. Su rumor suave y la frescura de sus márgenes son lugar apropiado para el primer descanso y para sumergir en el agua parte de lo que será más tarde comida y que merece la frescura de las aguas.
Los caminantes han venido hasta este hondo valle para recorrer sus cauces, para charlar, para sentir y para reconocer sus paisajes, y, en ellos, las cuevas y las pinturas que los adornan. Siempre que han pasado por aquí el calor les ha acompañado. Hoy todo indica que serán compañeros de viaje de un clima templado y poco sofocante. Siempre mejor para el camino.
El rumor de las aguas del río, aquí tendido y apacible, procede de la soberbia mirada de los picachos que se adivinan allá en lo alto, lejos y casi rondando el cielo. Hasta allí quieren encaramarse en lento paso y en amena charla. Por lo demás, todo es silencio en torno, nada quiebra la paz de estos parajes.
Quizás por ello, en lo más alejado del mundanal ruido que imaginarse pueda, los frailes de la orden carmelitana han erigido un monasterio absolutamente singular y hasta sobrecogedor. Los caminantes conocen su historia y bien les hubiera gustado haber sentado sus reales en él por un par de días, pero no pudo ser porque, en esta ocasión, si había que meditar, querían hacerlo en el camino y echando pie tras pie. La historia de este Convento del Desierto de San José de Batuecas está contada en muchos sitios. Sus hechos legendarios, también.
No obstante, los caminantes se acercan a la puerta por si algún monje quisiera tener la amabilidad de abrirles por un rato. No hay caso. No es posible. En la puerta reza la siguiente inscripción: “NO SE RECIBEN VISITAS TURÍSTICAS: NO HAY NADA DE INTERÉS QUE PUEDA VERSE”. No es ningún desplante con el caminante o peregrino, claro que no. Los caminantes entienden enseguida que los solitarios monjes no quieren ver perturbada su soledad y que su vida responde a otros intereses bien distintos de los que rigen en el mundanal ruido. Entienden el mensaje y hasta se ponen contentos por esta determinación, aunque se sientan unos caminantes especiales que no habrían desentonado por un rato en el respeto hacia lo que allí dentro se vive, a pesar de su escepticismo declarado.
Se tienen que contentar con bordear el muro de la enorme edificación y de imaginar lo que en el interior se puede vivir. ¡Qué nombre tan adecuado: Convento del Desierto de San José! Desierto a pesar de la frondosísima vegetación que lo rodea y del río que rumorea de fondo. Y es que la mística tiene estas cosas, estas aparentes contradicciones, este oxímoron continuado, “este entender no entendiendo, toda ciencia trascendiendo”. ¿Qué mejor desierto que este apartamiento para entregarse al mundo del espíritu, a la esencia de la contemplación, a dejarse y a olvidarse, dejando todo cuidado “entre las azucenas olvidado”? Claro, al fondo están san Juan y su mundo, y sus versos, y su espiritualidad, y su sensibilidad, y la soledad sonora, y el aire que recrea y enamora, y… y san Juan.
Los caminantes evocan la lírica sanjuanista que conocen bien y hasta se dejan embriagar un poco de sus ecos y de sus emociones. Las estrofas que jalonan las paredes del monasterio y de su huerta les ayudan a mantenerse en el ambiente de silencio y de emoción. La vereda que nace al pie mismo del convento y que divide en paralelo el río y los muros de la casa los ha sumergido en un prado sanjuanista de verduras lleno. Allí es imposible no evocar alguna estrofa del Cántico Espiritual. Cualquiera pues que cualquiera sirve: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y, yéndolos mirando, / con sola su figura, / vestidos los dejó de hermosura”. Si existiera paraíso tendría que ser algo parecido a este paraje: “Quedeme y olvídeme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejeme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.  Benditas estas tierras que son capaces de evocar tan hondos sentimientos. Qué desierto tan frondoso, qué olvido tan acordado, qué paz tan llena d vida.
Alguno de los tres caminantes pensó en hacer fin de trayecto y aguardar la vuelta de los otros, pero el propósito era otro y había que cumplirlo. Pues a ello.
Con el sabor sanjuanista en los labios, en la mente y en todos los sentidos, los caminantes siguen río arriba, por una senda que va cosida a él y que asciende muy lentamente. En las dos laderas, que son centinelas del río, se alzan pequeñas ermitas solitarias y agazapadas al lado de las rocas; hasta ellas dicen que suben algunos monjes cuando quieren endurecer sus penitencias y aumentar la hondura de sus rezos. ¿Por qué esta religión siempre de penitencia y de castigo? ¿Acaso no es el gozo la esencia de la vida? Pero esas consideraciones son algo más peliagudas y es mejor dejarlas para otra ocasión. Y eso que a alguno de los caminantes este asunto se le repite casi cada día.

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