martes, 12 de junio de 2012

PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (3)


Los caminantes entran en San Martín por la parte suroeste. Tenían realmente ganas de llegar.
San Martín es uno de los pueblos serranos con más solera y mejor conservado. Las calles estrechas, la limpieza en los suelos, la extraordinaria fuente en la plaza, con sus caños rebosantes de agua, los numerosos establecimientos relacionados con el turismo…, todo indica que no se trata de un pueblo cualquiera. San Martín está más puesto al día. Para lo bueno y para lo malo. Junto con La Alberca y Miranda, puede formar orgullosamente un trío de pueblos dignos de la mejor suerte.
Es pronto aún par comer y los caminantes tienen intención de visitar el abandonado y ruinoso convengo de Santa María de Gracia. Por ello, prefieren dejar la comida y la visita más detenida al pueblo para la tarde. Realizan unas indagaciones acerca del camino para el convento y se animan a aprovechar el tiempo que les queda hasta que la necesidad les siente en una mesa bien abastada. Pero las indagaciones son claramente insuficientes y los caminantes se pierden en la subida; de modo que deciden adelantar la comida, dar descanso a su cuerpo al lado del arroyo e intentar después la subida.
En verdad que la mesa estaba bien abastada de pan, vino, gazpacho y carne de cabrito. Allí los cuerpos reposan, se reponen y toman fuerzas para la tarde. Que una cosa es ir de caminantes y otra innecesaria es no tratar bien al cuerpo y al ánimo. Como la buena mesa siempre pide un descanso visual y mental, los caminantes se tumban al lado del arroyo que, cristalino, baja de la sierra y refresca el pueblo. Qué descansada vida bajo aquellos árboles por un rato.
De nuevo la subida y la búsqueda infructuosa del convento abandonado. No hay señalización y a los caminantes les cuesta dios y ayuda llegar hasta él. Parece como si el mismo Dios no quisiera darse a conocer en obra tan espléndida dedicada a su gloria. ¿A su gloria o al buen pasar de los frailes? Vete tú a saber. Se halla escondido en un paraje frondosísimo, rodeado de prados de verdura casi sanjuanistas y en el silencio más sonoro de la naturaleza. Sus arcadas, sus ventanas y sus muros muestran los restos de lo que aquello fue en otros tiempos, de su grandeza, de la riqueza que tuvo que atesorar y del inexorable paso del tiempo. Salvo estos restos, todo lo demás está o derruido o invadido por los brotes naturales, hasta el punto de que su predicada restauración se antoja, a primera vista, muy dificultosa. Todo el mundo conventual, místico y eclesiástico ha dejado allí restos como para evocar muy diferentes ideas. A ellas dedican algún tiempo y algún comentario los caminantes mientras ven, miran, merodean los alrededores, beben agua de una fresca y escuálida fuente y desandan el camino andado de vuelta a San Martín. Pero el descenso da para más, para evocar el mundo de la educación, por ejemplo, mundo al que alguno de los caminantes se ha dedicado con empeño durante muchos años.
Es media tarde y el sol empieza a alargar las sombras. Los caminantes dedican otro rato a refrescarse en una piscina natural que ya los lugareños han preparado para el verano y a callejear por el pueblo, por el hermoso pueblo serrano que se aposta en medio de la falda de la montaña cuya cúspide espera allí arriba con la Virgen de la Peña.
Todo el pueblo rezuma aires serranos pero los caminantes se detienen un poco más en la hermosa iglesia parroquial y en el castillo, con su cementerio en pleno centro del mismo, y la plaza de toros, tan especial, en uno de sus costados. La iglesia está siendo arreglada en una de sus vidrieras cuando los caminantes la visitan y admiran su artesonado y su planta y coro.
Con la sensación de la misión cumplida, los caminantes retoman el camino. Primero en el descenso hasta el arroyo, donde contemplan un lugar de especial frescura y sombra deleitosa, y, desde él, en la subida hasta el cruce de la carretera y la senda que los conduce de nuevo hacia Sequeros. Es ahora ya tarde avanzada y el sol apenas aprieta. Los robles de nuevo adensan el camino y la senda se hace menos fatigosa. Pronto los caminantes enlazan con el punto desde el que, por la mañana, se habían desviado hacia Las Casas y, enseguida, se vuelven a dar de bruces con los cerezos y con sus frutos. El lugar y la hora no son malos para pegar la hebra y para intercambiar algunos comentarios de carácter filosófico. Y eso es lo que hacen. Platón, Schopenhauer, Unamuno… hacen compañía en el camino del Asentadero de los Curas.
Con el ánimo sereno y algo de fatiga, los caminantes se ponen en las calles de Sequeros, después de haber visitado la ermita del pueblo, situada, como casi todas, en un hermoso paraje cercano en las afueras.
Es ya demasiado tarde para encontrar ninguna tienda abierta en la que comprar algún alimento que sirva para la cena y el desayuno. Y aún queda la subida en coche hasta La Nava, nuestro centro y nuestra parada. Tampoco queda tiempo para visitar el hermoso teatro que evoca en nombre la figura de León Felipe. Qué le vamos a hacer. Pero el coche sirve para estos casos y en él ascienden los caminantes hasta perderse en una carretera que a punto está de llevarles lejos de la comarca que quieren visitar. Con la tarde vencida y el sol hundido en el horizonte, los caminantes llegan al pueblo de la Nava de Francia. El pueblo los recibe amplio y solitario, como si nadie viviera en su amplia explanada, verde y fresca. Su nombre responde con exactitud a las características naturales del paraje. La casualidad quiso quiere que algún familiar de uno de los caminantes apareciera por la puerta de la casa y se prestara gustoso a suplir generosamente alguna falta de alimentos. Qué suerte y qué bondad.
Aún hay que aposentarse en una casa cedida amablemente, hay que comunicar la llegada a través del teléfono, hay que preparar la cena y hay que consolar al cuerpo con una ducha reparadora.
Y queda el resumen del día en forma de charla animada entre los caminantes. Alguno (no importa cuál) se rinde al sueño bien pronto. No importa, todos se merecen el descanso. Mañana será otro día y aguardan nuevos caminos y nuevos descubrimientos.
Bajo el cielo de La Nava, a los pies de la montaña sagrada y con la mirada atenta de la luna, los caminantes rinden tributo al cansancio y al sueño. Hasta mañana.

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