En los primeros capítulos de la segunda parte del Quijote, Cervantes se preocupa, mucho más que en la primera, de justificar la salida del caballero y del escudero. Cada personaje detalla sus intenciones y sus intereses. El autor ha tenido tiempo, desde la publicación de la primera parte, para pensar en la necesaria hilazón entre ellas, ha revisado sus errores cronológicos de bulto y de continuidad en la historia y, sobre todo, tiene que cargar con la publicación del pseudoquijote que le ha robado parte de su éxito. A mí, como lector, me hubiera gustado esa precisión en la primera parte. Pero poco importa, ahí está y basta.
Son cuatro los personajes que se “retratan” y confiesan cuál es su manera de encarar la vida: Sancho, Teresa Panza, don Quijote, y Sansón Carrasco. Cada uno de ellos viene a representar un molde que puede recoger cualquier actitud ante la vida que hoy día se nos pueda echar a la cara. Su actualidad, como la de todo el libro, es absoluta y rabiosa; en ellos se encierra todo un tratado de ética y de moral.
Analizarlas sería tanto como crear todo un compendio de filosofía y de comportamiento cívico. No es este lugar para ello.
Las más conocidas por todos son las de don Quijote y Sancho, mucho más “realista” la del segundo y mucho más cargada de ideales la del primero. Las otras son mucho menos tratadas y conocidas. El resumen de Sansón Carrasco nos ha de llevar siempre a la actitud del ser socarrón que se ríe de la vida, sobre todo en los demás y que no duda en aprovecharse de sus conocimientos oficiales para imponer sus opiniones en los otros. Mucho que decir de ello en nuestros días.
Pero tres palabras para la actitud de Teresa, primero Cascajo y después Panza. Su marido anda empeñado en la variante económica (las ínsulas y los maravedís) que han de dar riqueza y altura social a él y a su familia. En ello justifica su salida al mundo. A Teresa, en cambio, lo que le interesa es contemplar la vida desde su altura, con la gente de su igual y en el espacio en el que ha nacido y se ha desarrollado. Buena prueba de ello es el diálogo extraordinario que mantiene con su esposo cuando este le comunica que prepara la tercera salida con su señor don Quijote. Esta mujer, aldeana y terruñera, corta de mente pero llena del sentido de lo inmediato, se resiste a pensar en los posibles beneficios futuros que ella y sus hijos pueden obtener del hecho y del provecho de las aventuras de su padre. Cualquiera puede sumergirse en la lectura del capítulo quinto de esta segunda parte y verá con cuánto interés defiende su postura.
Me pregunto muchas veces qué precio tenemos que pagar en nuestros días tras el señuelo del progreso y del desarrollo. Cualquier padre o madre puede considerar a qué precio de sentimiento, de espacios, de tiempos y de separaciones, ha conseguido que su hijo haya encontrado algún progreso laboral o social. Las relaciones familiares, los horarios de los miembros de la familia, el cuidado de los pequeños, la relación y el contacto de padres con hijos y nietos, el cuidado de las personas mayores, la desestructuración familiar, las dificultades para reuniones familiares, el desarraigo de los lugares de los antepasados, las ventajas o desventajas de las grandes ciudades, la despoblación de los pueblos… Todo crea un ambiente muy distinto al que hemos vivido o nos podemos imaginar de no hace demasiados años.
Oponerse al progreso y al paso de los tiempos no tiene mucho sentido; dejarse arrastrar por ellos sin poner alguna compuerta resulta ser el mismo sinsentido. Y en todos los niveles (no a todos los niveles, coño), no solo en el de los sentimientos, que tendría que ser el más importante. La sociedad, si es que alguna vez queremos que exista sociedad y no solo egoísmo, se lo tendría que hacer ver y analizar.
Hoy mismo, por ejemplo, he oído que, en esta catarata de recortes sociales, se rebaja la asignación para las personas que se hacen cargo de personas dependientes. Cualquiera puede ver cómo lo que se ha dicho antes tiene aplicación inmediata y directa.
Yo no sé poner medidas. Tampoco tengo ningún poder para imponerlas a nadie. Sí tengo la seguridad de que existen otras formas de encarar la convivencia social. Y de que, por ejemplo, daría media vida porque mis hijos estuvieran un poco más cerca de mí. O yo de ellos. Por ejemplo.
¿Quién se atreve a decir que el Quijote no sigue teniendo toda la actualidad de las obras universales?
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