He repetido aquí muchas veces que vivimos sumergidos en unos cuantos tópicos, a los que damos carta de naturaleza como si de axiomas se tratara. No los ponemos en cuestión nunca y simplemente nos dejamos llevar modificando elementos nimios y parciales de los mismos, pero no cuestionándolos en su raíz. La Historia se ha encargado de repetirlos una y mil veces hasta imponerlos como dogmas de fe que no han de ser puestos en duda. Y, como el ser humano, en el fondo, no es más que historia, o sea, antecedentes, repetición y contexto, lo que se repite un montón de veces termina por tomar carta de naturaleza y de implantarse en el huerto de lo definitivo.
Al ser humano al que le da por indagar estos principios se le trata de lunático, de avispa cojonera o de intelectual despistado, según los contextos. Al fin y al cabo todo viene a significar los mismo; algo así como déjame en paz y no me compliques la vida que no tengo ganas de complicarme en nada pues demasiadas dificultades me plantea ya la vida.
La Historia demuestra, como en el caso del italiano que, por más que nos empeñemos en hacernos el sueco, eppur si muove il ciel.
En estos días, meses y años, en los que todo sigue bailando al son que le marcan los mercados y en los que los más conspicuos economistas a lo más que llegan es a encontrar alguna fórmula menos mala para sacarle provecho propio a la situación sin plantear públicamente ninguna otra posibilidad desde la raíz del sistema, quiero dejar unas palabras de Pierre Joseph Proudhon. Tendrá razón o no la tendrá pero me parece que llega a la raíz desde la que crece el árbol entero, sin andarse por las ramas ni contemporizar, dando cara a los conceptos y no dejándose llevar por las circunstancias. Son estas:
“No hay hombre que no viva del producto de infinidad de industrias diferentes; no hay un trabajador que no reciba de la sociedad entera su consumo, y, con su consumo, los medios de reproducirse. ¿Quién se atrevería, en efecto a decir: Yo produzco solo lo que consumo, no necesito a nadie más? El campesino a quien los antiguos economistas consideraban como el único verdadero productor, el campesino, alojado, amueblado, vestido, alimentado, ayudado, por el albañil, el carpintero, el sastre, el molinero, el panadero, el carnicero, el herrero, etcétera, el agricultor, repito, ¿puede jactarse de producir él solo?
El consumo de cada uno viene dado por todos los demás; la misma razón determina que la producción de cada uno supone producción de todos. Un producto no puede darse sin otro producto; una industria independiente es imposible. ¿Cuál sería la cosecha del campesino si otros no construyesen para él graneros, carros, arados, trajes, etc.? ¿Qué haría el sabio sin el librero, el impresor sin el fundidor y el mecánico, y todos ellos a su vez sin una infinidad de distintas industrias?... No prolonguemos esta enumeración, fácil de ampliar, ante el temor de que se nos acuse de emplear lugares comunes. Todas las industrias constituyen por sus mutuas relaciones un único engranaje; todas las producciones se sirven recíprocamente de fin y de medio; todas las variedades del talento no son sino una serie de metamorfosis del inferior al superior.
Ahora bien, el hecho incontestable e incontestado de la participación general en cada especie de producto da por resultado convertir en comunes todas las producciones particulares, de tal manera que cada producto, al salir de las manos del productor, se encuentra ya como hipotecado en favor de la sociedad. El derecho del mismo productor a su producto se expresa por una fracción cuyo denominador es igual al número de individuos de que se compone la sociedad. Cierto es que, en compensación, ese mismo productor tiene derecho a todos los demás productos fuera del suyo, de modo que la acción hipotecaria le corresponde contra todos, de la misma manera que corresponde a todos contra el suyo. Pero, ¿acaso no queda claro que esta reciprocidad de hipotecas, lejos de permitir la propiedad, destruye hasta la posesión? El trabajador no es ni siquiera poseedor de su producto; apenas lo ha terminado, la sociedad lo reclama (…)
El trabajador no es propietario ni tan solo del precio de su trabajo, sobre el cual no tiene libre disposición. No nos dejemos ofuscar por la idea de una falsa justicia: lo que se concede al trabajador a cambio de su producto no es la recompensa de un trabajo hecho sino la provisión y anticipo de un trabajo futuro. Consumimos antes de producir: el trabajador, al final del día, puede decir: He pagado mi gasto de ayer, mañana pagaré mi gasto de hoy. En cada momento de su vida, el individuo se anticipa a su cuenta corriente y muere sin haber podido saldarla: ¿cómo acumular riquezas? (...)
El trabajador es, en relación a la sociedad, un deudor que muere necesariamente insolvente: el propietario es un depositario infiel que niega el depósito confiado a su custodia y quiere cobrar los días, meses y años de su custodia.”
Ahora, a aplicar estos conceptos a la bolsa, a los mercados, a la prima de riesgo, al paro, a las vacaciones, a la hipoteca, a la solidaridad, a la justicia social… Ya se puede observar que caso hablamos de otro planeta. Y es mentira, porque detrás de todo están las mismas personas, idénticas ilusiones y similares desasosiegos. Entendidos, claro, de manera totalmente diferente.
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