Me sigo preguntando, en estas lentas tardes del verano, cuando el calor se adueña de todos los espacios y algunos se empeñan en hacernos llegar toda la vida a través de los medios, con sus decretos leyes, qué puede hacer un pechero normal, de esos que nacen, crecen, se reproducen y mueren, en esta sociedad mediatizada y muerta de miedo en la que todo se le presenta como irremediable y sin alternativa.
Llevamos tanto tiempo metiendo miedo a la gente que uno tiene la impresión de que nos han dejado hipnotizados, paralizados, sin capacidad de reacción, sin posibilidad de movimiento, sin ánimo para ponernos en pie, sin reaños para plantear alguna otra posibilidad para el futuro.
Yo no reconozco en ningún colectivo social o político una propuesta diferente en sus raíces a la que se da por entendida y en la que nos movemos todos. Como mucho puedo entender diversos matices a la hora de plantear su mejora, pero proponer un cambio de sistema no es algo que ni siquiera se atisbe en el horizonte. Quiero decir que al menos yo no lo veo.
Otro tanto observo en los economistas, estos enterados que luego no dan ni una en el clavo y que me parece que andan también a ver cómo se aprovechan del sistema en beneficio de la empresa para la que trabajan aunque las demás se vayan a la quiebra. Los bancos y los mercados han nacido para su propio negocio y plantearles una solución común es como sembrar cotufas en el golfo o pedir peras al olmo: no está en la naturaleza de sus cosas. No conozco que las pequeñas, medianas o grandes empresas tengan otro fin fundamental que el de hacerse ricos y crecer en sus beneficios, de modo que, por ahí tampoco. A veces miro a la iglesia como institución y, para mi desgracia, nunca la he visto, como estructura, al lado de los que más lo necesitan sino muchas veces en la esquina contraria. Cuando me queda tiempo, trato de observar a otras instituciones y no me quedo demasiado tranquilo. Lo hago, por ejemplo con las fuerzas de orden y seguridad y no les reconozco sino el trabajo de mantener el orden existente, es decir, la tranquilidad del que tiene en sus propiedades y en sus instituciones. Lo hago con las fuerzas armadas y eso de “todo por la patria” se me convierte en algo parecido a “todo por la pasta”. Me refugio en instituciones culturales y científicas (universidades, instituciones diversas…) y tampoco se salva todo el mundo de la quema. Algunos días miro a los medios de comunicación y sencillamente me deprimo…
Y llega el momento de mirarme a mí mismo, y no siempre apruebo en mi conciencia.
Tengo la sensación de que esta especie de desánimo es colectiva y que, a marchas forzadas, nos estamos convirtiendo en una sociedad de egoístas y de seres que solo miramos nuestra propia salvación, de que en ella nos refugiamos y de que en ella nos sentimos a gusto o a disgusto como único parámetro de conducta.
Y, sin embargo, estoy absolutamente seguro de que existe gente que, individualmente, trabaja con las mejores intenciones, de que hay grupos que se mueven pensando en la mejoría de los demás, de que hay mucha gente buena por el mundo, cargada de notas, “esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas”.
Me gustaría ver más conciencia colectiva, más mirada panorámica, menos cuentas y más ilusión, más sacrificio colectivo cuando lo principal sea el colectivo y no el sacrificio, más reaños para poner los principios al frente de las actuaciones.
Quizás nos dé miedo apelar a los principios por el vuelco tan grande que habría que dar a todo esto. Pero es que, sin ellos, el abismo cada día es mayor y la vida no es más que una batalla campal en la que acaso no merezca la pena empeñarse.
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