Está claro que la fe mueve montañas. Pero no es menos cierto que también paraliza los ríos si le da la gana. Y, lo que es peor, las conciencias.
Escucho cariacontecido las palabras del padre de una de las víctimas del fiestorro de Halloween en Madrid, esa fiesta importada a golpe de imagen y papanatismo desde el imperio del otro lado del mar. En esencia, se reconoce afectado y triste por la muerte de su hija, pero, por encima de todo, se somete a la voluntad de su dios y confía en la bondad de sus designios. Nada de buscar ni causas ni consecuencias: Él lo ha querido y lo ha dispuesto así; hágase su voluntad.
Esto sí que es tener fe, y hasta esperanza y caridad. Se trata, por cierto, de una persona oficialmente formada (creo que es arquitecto que trabaja en Brasil) y, por tanto, formalmente con capacidad para discernir y para buscar causas y consecuencias a las cosas.
Difícilmente se podrá describir un dolor superior al que se supone que tienen que sentir un padre y una madre cuando pierden a uno de sus hijos. Pues parece que el dolor de ese hombre ha quedado, si no eliminado, sí al menos atenuado desde la fe, desde su sometimiento a la voluntad, difícilmente comprensible, del dios de su religión.
No tengo derecho a intervenir en las decisiones, y mucho menos en los pensamientos, de nadie, pero no puedo menos de expresar mi extrañeza. Creo, además, que tengo derecho a extraer consecuencias de lo que me rodea.
Tradicionalmente, estas situaciones, desde nuestra sociedad, suelen sublimarse y terminan por elevar a sus protagonistas hasta los altares de la consideración positiva; de tal manera que muchos se desharán en elogios hacia sus protagonistas y los pondrán de ejemplo para actuaciones futuras. Cada cual sabrá lo que hace.
Me gustaría que el mismo rasero se utilizara para otros contextos en los que parece entenderse una afirmación de manera totalmente opuesta por las mismas personas. Me refiero a la afirmación de que “la religión es el opio del pueblo”.
Las cualidades del opio son bien conocidas en diversos campos, sobre todo en el de la medicina. En todos ellos produce efectos de adormidera, de calma, de sosiego, de sensación de falta de dolor… Es fácil suponer que al ambiente de calma le debe de seguir una limitación de actividad racional. La consecuencia última es que el que lo toma se sitúa en estado de inhibición y de asentimiento sin ninguna contraprestación. La frase utiliza, claro, la palabra opio en sentido metafórico y pensando en ese sometimiento mental último y sin réplica. ¿No es este un caso evidente de su poder? ¿Por qué, por tanto, se niega el mismo cuando proviene de ambientes no religiosos? La realidad nos muestra que el poder de la religión es muy superior al del opio. A las pruebas me remito.
Me molesta desgranar mínimamente este concepto en un caso de dolor de unas personas para las que solo deseo el mejor consuelo, como espero que desee todo el mundo. Me molesta que, como casi siempre, se vea lo nuestro con ojos angelicales mientras que lo mismo en los demás nos parezca que lo exhibe un demonio con dos o tres rabos.
Y todo esto sin entrar a considerar la bondad o la maldad, la enjundia o la banalidad, la necesidad o lo innecesario del susodicho “opio”.
1 comentario:
Llego con retraso a esta entrada, de la que no comparto algún punto de vista.
No voy a pararme en la bondad o la maldad del principio religioso, ni en la conveniencia, o no, de someter los padecimientos humanos a la voluntad de un dios todopoderoso, hacedor del bien y del mal y dispuesto a hacer siempre su propia voluntad. Confieso que cada vez me resulta más difícil admitir que algunos estén convencidos de la existencia de un ser sobrenatural, porque ello repugna tanto a la ciencia como a la razón.
Dicho esto, defiendo que cada hombre y cada mujer son libres de encontrar consuelo en aquello en lo que firmemente creen. Y si alguno encuentra la superación de su dolor en la existencia de un ser superior, tiene derecho a aferrarse con todas sus fuerzas a esta idea, sin que debamos escandalizarnos por ello.
Ante el hecho que se recoge en la entrada, no me pregunto cómo un hombre, que se supone con formación suficiente ‘para discernir y para buscar causas y consecuencias a las cosas’, puede caer en la tentación de intentar superar su dolor sometiéndolo a la voluntad divina, porque ¿quién tiene la llave de la mente de cada uno de nosotros? ¿Quién puede enjuiciar nuestros pensamientos? ¿Quién, nuestros sentimientos?
Antes bien, el hecho me lleva a preguntarme cómo de profundo debe de ser el dolor del hombre que, al perder a su hijo, tiene que recurrir a lo divino para poder superarlo, porque no encuentra el remedio en el propio hombre.
Sin embargo, tratar de superar el dolor conforme a los convencimientos de cada uno es una cosa; y otra, bien distinta, buscar las causas físicas que han llevado a producirse los hechos causantes del dolor y hacer que los responsables carguen con sus consecuencias. Lo primero no debe, en ningún caso, anular a lo segundo para no caer en el ofuscamiento. Únicamente en el caso de que así fuera, sería poco entendible y hasta reprobable aquel comportamiento en un hombre al que se supone preparado.
De acuerdo totalmente con el resto de la entrada.
Antonio Merino.
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