La tarde se había puesto calurosa. Era una de esas primeras arremetidas del termómetro que deja instalado el verano en todos los rincones, con una sensación de sofoco que desdibuja el ánimo y oculta en no se sabe dónde cualquier gana de actividad.
Afortunadamente, el horario de trabajo se había convertido en jornada intensiva y, a eso de las tres, P. ya enfilaba con su coche las últimas avenidas camino de su casa. No había ido mal el día a pesar de la crisis. Su departamento se mantenía en actividad y en número de trabajadores. Casi un milagro si se miraba a otras plantas de la misma compañía.
Sus vacaciones -este año algo más cortas- las tenía muy próximas e incluso andaba en los primeros preparativos: un par de libros, dos camisas con flores, algo de crema y demasiados sueños en la mente, de esos que suelen ser más sabrosos en la cabeza que en la playa.
Comió algo ligero y se aposentó en una silla, a la sombra de un pequeño porche que tantas horas le salvaba en los meses de buen tiempo. Al fondo sonaba una letanía monótona sobre unas imágenes verdes de los campos de Francia surcados por bicicletas.
Decidió apagar la televisión y abrir las páginas de un libro que alguien había colocado en un anaquel cercano. Llevaba un buen número de días sin tiempo para reposar un rato y echarle el ojo a cualquier libro. No era exigente con la lectura y simplemente se interesaba cuando las páginas le proponían una historia sencilla y llevadera, con encaje en un cuadro abarcable y sin idas y venidas en el tiempo. Aquel libro lo componían varios relatos breves. Leer alguno mientras descansaba no le iba a resultar difícil.
Abrió por una página al azar y en ella comenzaba un relato efectivamente sencillo y concentrado. Él sabía que ella lo aguardaba en el lugar acordado. Apenas habían bastado un par de llamadas de teléfono para concertar la cita, una cita que se repetía con frecuencia desde hacía muchos meses. Ambos tenían que sortear diversas dificultades cada vez que querían saciar su necesidad de encuentro, pero los dos se dejaban ya llevar por la senda de la pasión, sin pararse a preguntar qué había de bueno y qué de inaceptable en esos hechos. Los posibles remordimientos habían quedado en el olvido desde la segunda o la tercera vez que se habían encontrado. Ahora todo era explosión de los sentidos y nada necesitaba certificación de ningún tipo.
El encuentro se produjo a eso del mediodía y sucedió con la intensidad de otras veces pero también la rutina a la que se habían acostumbrado. Al cabo de una hora, él se alejó en un coche en dirección oeste, hacia un barrio modesto de la gran ciudad. Ella se perdió por las calles del centro en medio de la multitud, que bullía llenando las aceras.
Al fin nada demasiado especial. Una aventura más, como tantas, como esa infinitud de cosas que se producen simultáneamente en las grandes ciudades.
La historia era breve y sencilla pero detallaba algunos pormenores en los que se había detenido y con los que se había relajado. Curiosamente –acaso por estar en sobremesa y con la digestión actuando- lo más relajante había sido la gradación en la que la protagonista se había ido perdiendo entre la multitud. El autor había ido alejando poco a poco los rasgos físicos hasta dejarlos en una vaga silueta borrosa y al fin imperceptible.
En esta distensión estaba cuando oyó un ruido lejano e intermitente que pronto se hizo continuo y próximo. Llamaron a la puerta con suavidad. Salió a abrir y se encontró con su esposa que volvía sofocada y antes de hora también de su trabajo.
Cerró el libro de pronto y se frotó los ojos. Sí, estaba en su casa, en la realidad del tiempo y del espacio. Aquella tarde decidieron merendar juntos y darse un buen paseo por el centro mientras pensaban en sus vacaciones, ya cercanas.
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