lunes, 21 de abril de 2014

FIN DE SEMANA SANTA


Durante los días de semana santa, suelo dedicar ratos a la relectura de los Evangelios, esos textos en los que, teóricamente, se apoya la iglesia cristiana para su doctrina y para sus actividades. No me parece mala práctica frente a las más vistosas de las procesiones o las playas de este país. Cada uno sabrá lo que quiere hacer y lo que mejor le conviene; sencillamente reivindico otras posibilidades y otras formas de acercarse a esta realidad.
He confesado muchas veces mi desacuerdo con esta forma de practicar la religión más frecuente y pública, y sobre todo más oficial. Pero también me he pronunciado muy interesado por lo que para el ser humano puede representar el hecho espiritual, como fenómeno de trascendencia o de ordenamiento ético y moral de la vida.
Y sigo considerando que nos equivocamos al explicar todo desde el punto de vista del dios al que invocamos. La aproximación a ese dios y a su propia configuración y realidad la realizamos nosotros. Y así nos sale de imperfecto y de lleno de calamidades. Hasta el punto de que, bien mirado, a veces somos nosotros los que tenemos que perdonarle por tantas imperfecciones como creemos observar a nuestro alrededor.
Porque hemos creado un dios con presbicia, que le impide ver más allá de lo inmediato, y por eso nuestro mundo lleno de egoísmo.
Porque lo hemos colocado al frente de una bomba cargada en su interior con una enorme carga de miedo y de temor, tan propicios y beneficiosos para el sometimiento a los poderosos.
Porque nos hemos olvidado de pintar un dios absolutamente misericordioso y lleno de amor, único que tiene sentido y que apuntaría a un mundo diferente y positivo, en vez de a este cargado de enfrentamientos y de luchas para crear vencedores y vencidos.
Porque todo lo fiamos al misterio y a la oscuridad, al pecado y lo desconocido, en vez de dar cabida al amor y al camino llano de la razón y del sentido común.
Porque seguimos amenazando con cielos y sobre todo con infiernos, que nos convierten a todos en asustados enfermizos, con cuernos y rabo si nos atrevemos a pensar por nuestra cuenta.
Porque hemos creado unas parafernalias externas ridículas y unas afectaciones que, por exageradas, ni se acercan a lo verosímil ni a lo creíble.
Porque nos hemos dejado arrastrar por unas interpretaciones basadas solo en tradiciones que nos han impuesto desde los púlpitos o desde las imágenes del cine, en lugar de ir a buscarlas desde nuestra propia lectura y pensamiento.
Porque no hay como dejar llevarse por cualquier costumbre que no es analizada para que esta aumente al son de las fanfarrias y de las indicaciones de los sátrapas de turno.
Porque echamos casi todo fuera en lugar de empujar un poco hacia adentro, hacia el interior, que es donde se cuece la personalidad de cada uno.
Porque confundimos igualándolas religión con espiritualidad.
Porque tal vez aquí, más que en ningún otro aspecto, se evidencia que hemos adelantado en la Historia en todo lo que se refiere a la creación técnica, pero no hemos dado muchos pasos en la mejora de la riqueza interior humana.
Y mira que el decálogo que proponen los Evangelios se termina reduciendo a un diálogo sencillo y claro: a) Amarás al Señor, tu dios; b) Amarás al prójimo como a ti mismo.
Y esto es todo. Tal vez resulte difícil delimitar la figura de ese Señor y su realidad, pero no parece que lo sea tanto la de certificar la presencia de uno mismo y del prójimo.

Hoy, por si acaso, se despejan las playas, se aclaran las largas procesiones en las autovías, se reproducen las rutinas, se vuelve a la imaginería que ha procesionado por las calles, al olor de la cera en el recuerdo, a ese Jesús de la cruz y del llanto… Y se certifica que sigue la primavera y que la luz se adueña de nosotros. No se puede morir en primavera, hay que vivir hasta que triunfe el canto y el amor en la armonía del hombre y en todo el universo, hasta que hagamos por fin conciencia de que solo merece la pena un dios lleno de amor y de justicia, una conciencia en luz del universo.

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