Durante los
días de semana santa, suelo dedicar ratos a la relectura de los Evangelios,
esos textos en los que, teóricamente, se apoya la iglesia cristiana para su
doctrina y para sus actividades. No me parece mala práctica frente a las más
vistosas de las procesiones o las playas de este país. Cada uno sabrá lo que
quiere hacer y lo que mejor le conviene; sencillamente reivindico otras
posibilidades y otras formas de acercarse a esta realidad.
He confesado
muchas veces mi desacuerdo con esta forma de practicar la religión más
frecuente y pública, y sobre todo más oficial. Pero también me he pronunciado
muy interesado por lo que para el ser humano puede representar el hecho espiritual,
como fenómeno de trascendencia o de ordenamiento ético y moral de la vida.
Y sigo
considerando que nos equivocamos al explicar todo desde el punto de vista del
dios al que invocamos. La aproximación a ese dios y a su propia configuración y
realidad la realizamos nosotros. Y así nos sale de imperfecto y de lleno de
calamidades. Hasta el punto de que, bien mirado, a veces somos nosotros los que
tenemos que perdonarle por tantas imperfecciones como creemos observar a
nuestro alrededor.
Porque hemos
creado un dios con presbicia, que le impide ver más allá de lo inmediato, y por
eso nuestro mundo lleno de egoísmo.
Porque lo
hemos colocado al frente de una bomba cargada en su interior con una enorme
carga de miedo y de temor, tan propicios y beneficiosos para el sometimiento a
los poderosos.
Porque nos
hemos olvidado de pintar un dios absolutamente misericordioso y lleno de amor, único
que tiene sentido y que apuntaría a un mundo diferente y positivo, en vez de a
este cargado de enfrentamientos y de luchas para crear vencedores y vencidos.
Porque todo lo
fiamos al misterio y a la oscuridad, al pecado y lo desconocido, en vez de dar
cabida al amor y al camino llano de la razón y del sentido común.
Porque
seguimos amenazando con cielos y sobre todo con infiernos, que nos convierten a
todos en asustados enfermizos, con cuernos y rabo si nos atrevemos a pensar por
nuestra cuenta.
Porque hemos
creado unas parafernalias externas ridículas y unas afectaciones que, por
exageradas, ni se acercan a lo verosímil ni a lo creíble.
Porque nos
hemos dejado arrastrar por unas interpretaciones basadas solo en tradiciones
que nos han impuesto desde los púlpitos o desde las imágenes del cine, en lugar
de ir a buscarlas desde nuestra propia lectura y pensamiento.
Porque no hay
como dejar llevarse por cualquier costumbre que no es analizada para que esta
aumente al son de las fanfarrias y de las indicaciones de los sátrapas de
turno.
Porque echamos
casi todo fuera en lugar de empujar un poco hacia adentro, hacia el interior,
que es donde se cuece la personalidad de cada uno.
Porque
confundimos igualándolas religión con espiritualidad.
Porque tal vez
aquí, más que en ningún otro aspecto, se evidencia que hemos adelantado en la
Historia en todo lo que se refiere a la creación técnica, pero no hemos dado
muchos pasos en la mejora de la riqueza interior humana.
Y mira que el
decálogo que proponen los Evangelios se termina reduciendo a un diálogo
sencillo y claro: a) Amarás al Señor, tu dios; b) Amarás al prójimo como a ti
mismo.
Y esto es
todo. Tal vez resulte difícil delimitar la figura de ese Señor y su realidad,
pero no parece que lo sea tanto la de certificar la presencia de uno mismo y
del prójimo.
Hoy, por si
acaso, se despejan las playas, se aclaran las largas procesiones en las autovías,
se reproducen las rutinas, se vuelve a la imaginería que ha procesionado por
las calles, al olor de la cera en el recuerdo, a ese Jesús de la cruz y del
llanto… Y se certifica que sigue la primavera y que la luz se adueña de
nosotros. No se puede morir en primavera, hay que vivir hasta que triunfe el
canto y el amor en la armonía del hombre y en todo el universo, hasta que
hagamos por fin conciencia de que solo merece la pena un dios lleno de amor y
de justicia, una conciencia en luz del universo.
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