Ahora que se
van apagando los ecos y los destellos de los reconocimientos a Gabo, ese
castillo de fuegos artificiales que siempre estalla cuando muere alguien más
conocido y que tan bien representa esta cultura, quiero dejar aquí una nota de
mi reconocimiento al escritor y a la persona.
Lo primero que
he hecho ha sido volver a las páginas de “Cien años de soledad” y leer la
novela de cabo a rabo. Hacia veinte años desde la última vez que leí esta obra.
Al menos eso reza en una nota que escribí en la edición que guardo en casa.
¡Cuánto tiempo! Por el camino han ido pasando otras obras del mismo autor, pero
esta andaba perezosa y escondida en una segunda fila de mis anaqueles, como en
un reino perdido y olvidado. Mea culpa, si es cierto lo que se apuntó en la
nota.
“Cien años de
soledad” representa una borrachera extraordinaria, una evasión casi infinita,
un estallido celestial de la imaginación puesta al servicio de la esencia del
ser humano, sobre todo del más necesitado.
La primera vez
que la leí andábamos en aquello del boom del realismo mágico, de ese sesgo
literario que no podía nacer ni crecer sino en América, en sus paisajes y en
sus gentes.
Me parece que
el realismo mágico venía fraguándose desde muchos años antes en escritores del
sur y del centro del continente americano, entre aquellos que se habían
acercado a sus tierras, a sus bosques tropicales y a sus selvas, a sus climas y
a sus gentes, con un cariño y con una imaginación especial. Pero esta nota no
quiere ser ninguna clase de historia de la literatura.
En esencia,
Cien años de soledad no hace otra cosa que estirar la realidad hasta situarla en los límites difusos de la
imaginación, o estirar la imaginación hasta hacerla lindera con la realidad. Para
ello hay que desdibujar los espacios y los tiempos, e inmediatamente, dar cabida
a los personajes con cualidades apropiadas a esos paisajes y a esos tiempos. Ese
es el momento en el que la realidad se hace mágica, o la magia se hace
realidad.
Porque, por
ejemplo, ¿dónde está Macondo? Y quién sabe. Solo se puede asegurar que “en la
ciénaga”. Pero recuérdese que, por sus calles andaban gitanos, árabes, algún
sabio catalán y familias con descendientes extraordinarios y numerosísimos,
emprendedores de los más disparatados oficios y rebeldes sin causa hasta en
treinta guerras. ¿Cómo nos puede extrañar entonces que alguna vez llueva
durante varios años seguidos?
Rotos los parámetros
más mostrencos y aparentemente racionales, el mundo se vuelve a crear, como se
creó Macondo. Y se vuelve a olvidar, como se olvidó Macondo y se perdió la
pista a los Buendía, a pesar de que “El primero de la estirpe está amarrado en
un árbol y el último se lo están comiendo las hormigas.”
El fondo de la
historia es así de elemental según la versión de Aureliano Segundo: “Macondo
fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y
lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como
un pretexto para eludir compromisos con los trabajadores (…) el ejército
ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación, y cargaron
los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar.” Y,
frente a esta versión, “la verdad oficial de que no había pasado nada.”
Entre el
primer fundador y el último superviviente pasaron cien años de ilusiones y de
imaginación, cien años de soledad y de empeños, de realidad mágica y de mágica
realidad. La novela es la voz de aquellos que no tienen voz en la realidad real
pero sí la tienen en la realidad soñada, que, por ello, se convierte en
realidad mágica y solitaria.
Pero el
principal valor en mi lectura es el literario, el tono impecable que no decae
ni en una sola línea de las muchas que componen la historia. Y es ante este monumento
literario
Ante el que me
postro para ungirme de su misterio y de su dominio tanto de los tiempos de la
narración como de las imágenes continuadas, como del léxico o dela tensión
global. No es momento de glosas de este tipo, pero sí es obligado copiar
algunas líneas tomadas casi al azar:
“Llovió cuatro
años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se
puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para
celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas
como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades
de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaban techos y
derribaban paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las
plantaciones. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse
vencer por la ociosidad…” Y así todas las páginas y las líneas que componen el
libro. Amén.
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