miércoles, 30 de abril de 2014

RECORDANDO A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Ahora que se van apagando los ecos y los destellos de los reconocimientos a Gabo, ese castillo de fuegos artificiales que siempre estalla cuando muere alguien más conocido y que tan bien representa esta cultura, quiero dejar aquí una nota de mi reconocimiento al escritor y a la persona.
Lo primero que he hecho ha sido volver a las páginas de “Cien años de soledad” y leer la novela de cabo a rabo. Hacia veinte años desde la última vez que leí esta obra. Al menos eso reza en una nota que escribí en la edición que guardo en casa. ¡Cuánto tiempo! Por el camino han ido pasando otras obras del mismo autor, pero esta andaba perezosa y escondida en una segunda fila de mis anaqueles, como en un reino perdido y olvidado. Mea culpa, si es cierto lo que se apuntó en la nota.
“Cien años de soledad” representa una borrachera extraordinaria, una evasión casi infinita, un estallido celestial de la imaginación puesta al servicio de la esencia del ser humano, sobre todo del más necesitado.
La primera vez que la leí andábamos en aquello del boom del realismo mágico, de ese sesgo literario que no podía nacer ni crecer sino en América, en sus paisajes y en sus gentes.
Me parece que el realismo mágico venía fraguándose desde muchos años antes en escritores del sur y del centro del continente americano, entre aquellos que se habían acercado a sus tierras, a sus bosques tropicales y a sus selvas, a sus climas y a sus gentes, con un cariño y con una imaginación especial. Pero esta nota no quiere ser ninguna clase de historia de la literatura.
En esencia, Cien años de soledad no hace otra cosa que estirar la realidad hasta  situarla en los límites difusos de la imaginación, o estirar la imaginación hasta hacerla lindera con la realidad. Para ello hay que desdibujar los espacios y los tiempos, e inmediatamente, dar cabida a los personajes con cualidades apropiadas a esos paisajes y a esos tiempos. Ese es el momento en el que la realidad se hace mágica, o la magia se hace realidad.
Porque, por ejemplo, ¿dónde está Macondo? Y quién sabe. Solo se puede asegurar que “en la ciénaga”. Pero recuérdese que, por sus calles andaban gitanos, árabes, algún sabio catalán y familias con descendientes extraordinarios y numerosísimos, emprendedores de los más disparatados oficios y rebeldes sin causa hasta en treinta guerras. ¿Cómo nos puede extrañar entonces que alguna vez llueva durante varios años seguidos?
Rotos los parámetros más mostrencos y aparentemente racionales, el mundo se vuelve a crear, como se creó Macondo. Y se vuelve a olvidar, como se olvidó Macondo y se perdió la pista a los Buendía, a pesar de que “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y el último se lo están comiendo las hormigas.”
El fondo de la historia es así de elemental según la versión de Aureliano Segundo: “Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como un pretexto para eludir compromisos con los trabajadores (…) el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación, y cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar.” Y, frente a esta versión, “la verdad oficial de que no había pasado nada.”
Entre el primer fundador y el último superviviente pasaron cien años de ilusiones y de imaginación, cien años de soledad y de empeños, de realidad mágica y de mágica realidad. La novela es la voz de aquellos que no tienen voz en la realidad real pero sí la tienen en la realidad soñada, que, por ello, se convierte en realidad mágica y solitaria.
Pero el principal valor en mi lectura es el literario, el tono impecable que no decae ni en una sola línea de las muchas que componen la historia. Y es ante este monumento literario
Ante el que me postro para ungirme de su misterio y de su dominio tanto de los tiempos de la narración como de las imágenes continuadas, como del léxico o dela tensión global. No es momento de glosas de este tipo, pero sí es obligado copiar algunas líneas tomadas casi al azar:

“Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaban techos y derribaban paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad…” Y así todas las páginas y las líneas que componen el libro. Amén. 

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