He convertido
en costumbre la asistencia a la manifestación del primero de mayo y a ella me
fui ayer de nuevo. En Béjar arraigó la tradición de “los limones”, supongo que
bien apoyada en los años de las demostraciones sindicales y del sindicato
único. El caso es que también hoy los poderes públicos facilitan una
degustación en el campo y parece más fácil acudir a esa fiesta de primavera que
a la reivindicación social por las calles. Al mismo tiempo se inauguraba una
iglesia en Béjar y el acto congregó a muchas personas del orden y del rezo,
según me cuentan. La iglesia está construida en un barrio popular y supongo que
muchos tendrán más confianza en soluciones religiosas que laborales y de
justicia social. Cada cual sabrá lo que tiene que hacer.
El caso es que
la manifestación no estaba demasiado nutrida y no hervía en voces ni en
consignas como en otras ocasiones. Supongo que la actuación de los sindicatos
también tendrá que ver algo con estos resultados. Pero sigo sin entender que,
en una ciudad con casi el cuarenta por ciento de paro oficial, no salgan más
personas a la calle para decir que esto
no puede continuar así. Se constata que, cuanto menor es la cohesión obrera y
cuanto menor es el potencial de las armas con las que se cuenta, menor es la
respuesta. A las reformas laborales me remito, a la desaparición de los
convenios colectivos invoco y al cambio de escala de valores acudo y a la
desconfianza entre unos y otros me atengo para entender algo de todo esto. Y a
los errores de los sindicatos también, por supuesto.
A pesar de
todo, y aunque llego a fin de mes, de momento, observo y el panorama que contemplo
no es demasiado positivo. Algunas notas en forma de índice me bastan para
argumentar: llevamos seis años de una llamada crisis montada por el sistema en
sí mismo y para beneficio de los mismos que la crearon con su avaricia; la
realidad cazurra censa a casi seis millones de parados, y de ellos muchísimos
no reciben ninguna ayuda pública para su subsistencia; el valor de lo público y
colectivo, eso que es de todos y que ampara a todos, ha disminuido drásticamente
(medio millón de empleos públicos destruidos, patrimonio público casi regalado
a los causantes de la crisis…); reforma laboral que ha eliminado casi cualquier
posibilidad de negociación colectiva y ha dejado al trabajador a la voluntad
absoluta del empleador; despidos prácticamente libres y contratos de trabajo
precarios y míseros; sociedad cada día más desigual, en la que unos pocos ricos
poseen lo que no tienen millones de sus vecinos y deciden como millones de
ellos; leyes cada día más restrictivas para la manifestación de las ideas y
buscando un orden social pacato y mentiroso…
Esto, y mucho
más, me anima cada año a dejarme ver como pequeño grano de arena y símbolo
pobre y escaso de un sentimiento de impotencia y de desánimo. Confieso que todavía
el canto de la Internacional me emociona y me enciende una pequeña vela de
esperanza y de ánimo. Supongo que su resplandor se apaga demasiado pronto, pero
no es poco si se renueva, aunque sea muy de tarde en tarde.
Como me sucede
siempre, al final termino en la idea de la persona como valor supremo, lejos de
cuentas de resultados y de PIB y de estadísticas oscuras y ramplonas, esas
cifras que tapan todas las miserias en público pero que siguen manteniendo las
desigualdades, las desesperanzas, los malestares, las escalas de valores
torcidas, los empeños inalcanzables, los egoísmos y el sálvese quien pueda. Es
el sistema, coño, es el sistema; son los principios básicos los que fallan, y
con ellos todo su desarrollo. Lo peor es que seguimos poniendo el árbol para no
ver el bosque y las minucias para no analizar los principios. Y ahí, si no
alfabetizamos y creamos conciencia, los medios nos pueden siempre. Y los medios
están al servicio de los del principio, o sea, de los poderosos y de los que
manejan la crisis y las conciencias. Y ese círculo vicioso es muy difícil de
romper.
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