Si pierdo mi capacidad de asombro
y un punto sabroso de curiosidad, es que me vuelvo viejo, sea cual sea la edad
que tenga. Si me callo y me escondo, puede parecer que la res publica no me
interesa, y eso, además de ser mentira, me puede conducir a que realmente se
produzca esa desidia por la costumbre de no pensar algunos minutos en lo que
sucede por ahí, en la calle. Esta aparente contradicción además se sitúa en un
contexto de sentimiento de inutilidad y de consciencia de que no puedo hacer
nada por modificar el curso de los acontecimientos y por la evidencia de que
nadie hace caso a nada de lo que uno, desde esta ventanita pequeña, pueda
exponer o argumentar.
En tal estado me hallo y en tal
situación habito. Me queda desahogarme de vez en cuando, no sé si para quedarme
más a gusto o para liberar ideas ante mí mismo. El resto lo ocupo en
imaginaciones que aparentemente poco o nada tienen que ver con la realidad más
inmediata, pero que acaso señalen precisamente esa huida ante la imposibilidad
de arañar siquiera un poquito en el discurrir diario. De esa manera, cuando uno
anda perdido en los ocasos o en las imaginaciones de las dimensiones del tiempo
y del espacio, acaso no hace otra cosa que gritar con amargura su soledad y su
desesperación ante lo que cree manifiestamente mejorable y a la vez inaccesible
para intentar alguna modificación.
Hoy me pueden servir de desahogo
unas líneas acerca de lo que ha sucedido con el asesinato de la presidenta de
la diputación de León. Nadie puede dudar de que se trata de un hecho execrable
y condenable sin paliativos ni atenuantes: eso no habría ni que recordarlo. Pero
¿qué uso político se está haciendo del hecho? Se ha detenido una campaña
electoral durante dos días y se sigue hablando el tercer día del asunto. ¿Es
que nadie ve la desproporción que se establece entre el suceso y su
tratamiento? ¿Es que, ante lo que veo y constato, no tengo derecho a deducir
que aquí hay intenciones aviesas y miserables? Y, si tuviera razón en esta
consideración, ¿no estoy en condiciones de sospechar que se juega con la sangre hasta de los difuntos? Y, si esto fuera así, ¿no tengo derecho a enfadarme y a
mandar todo al carajo para refugiarme en mi mundo interno, olvidándome
aparentemente de los demás y de lo demás?
Porque, en las condiciones en las
que se mueve esta comunidad, no considerar la situación, sus causas y sus
consecuencias favorece, sin duda, a quien está gobernando: ojos que no ven,
corazón que no siente. Y después de las elecciones ya veremos cómo vamos
tirando. Por pura analogía, bien se pueden suspender días de campaña por tantos
asesinatos reales y morales como se producen cada día de manera más gruesa o más
sutil. Pero esos otros crímenes solo nos pueden llevar a pensar y eso puede
resultar peligroso. Es mejor explotar las emociones fáciles y públicas.
Y es que, puestos a engañar, es
mejor hacerlo con el opio del fútbol o de los toros, aunque la patente ya tenga
años y solera.
Que la señora descanse en paz,
que los asesinos reconozcan su culpa y muestren arrepentimiento, que se
esclarezcan todos los datos del horrible suceso, que se avengan los miembros de
la familia política a la pertenecían asesinos y asesinada, que nadie justifique
nunca la violencia, y menos desde la cobardía del anonimato, que los
periodistas más extremistas y subnormales no vuelvan a las intrigas morbosas… Y
que, por favor, nadie se aproveche de los sentimientos ni de la sangre de los
muertos para desviar atenciones y ocultar realidades, pensamientos y posibles
soluciones. Yo creo que vivo engañándome cada día para poder sobrevivir. Pero
prefiero engañarme yo mismo, y desde la consciencia de que me estoy engañando. Acaso
sea demasiado pedir.
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