Ávila sigue
siendo hermosa porque yo la hago hermosa con mi satisfacción y mis ganas de
seguir yendo a juntarme con los míos, aunque sea solo por unas horas.
Mientras
conducía ayer por el amplio y suave valle del Amblés, escuchaba la radio y no
oía otra cosa que San Jordi, Barcelona y día del libro. En honor a la verdad -una
sola vez y de pasada- escuché decir que también era el día de la fiesta en
Aragón y en Castilla-León. Esta desigualdad en la balanza no se produce por
casualidad sino que se repite machaconamente con todo lo que tiene que ver en
la Península con Cataluña y el País Vasco. Cualquier detalle de esos lugares se
convierte en categoría y se le da jabón por todas partes en una falta de pudor
que causa sonrojo y mala baba. Naturalmente, hablo por mí y por nadie más. Es
el mismo sentimiento que reconozco con todo lo que procede de los Astados
Unidos o de Origud. Me parece observar un papanatismo y un falso jaboneo en los
medios públicos -tal vez buscando que no se enfaden, vete a saber por qué- que
me resulta insoportable. A mí que, cuando aquel asunto de los papeles del
Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, me declaré públicamente a favor de que
se los llevaran porque me parecía -y me sigue pareciendo- un despojo y un robo
de un régimen dictatorial que va contra los sentimientos más íntimos de
muchísimas familias. En fin, el mundo al revés.
Pensaba
también en lo difícil que resulta entender qué significa realmente “cultura”,
esa palabra tan manida cuya concreción parece que también se celebraba ayer con
el asunto del día del libro.
En sentido
amplio, naturalmente que todo es cultura, con tal de que al menos se cultive y
se ponga algo de empeño y razón en lo que se hace y no se fíe todo al impulso y
a lo que vaya saliendo. De esa manera, tanto es cultura el cultivo de la patata
como la Crítica de la Razón Pura.
En sentido más
restrictivo, ya me conformaría con que se entendiera por cultura toda la suma
de cultivos que nos dan como poso una forma de actuar que se aproxima al
sentido común y a cierta civilidad en el día a día y en el trato más cotidiano
e inmediato; eso que se sustancia en aparcar bien, ceder el paso, no dar voces,
controlar la velocidad, atender a las necesidades de los mayores, no dar
portazos, escuchar un poco más y procurar entender que no siempre se tiene toda
la razón, no apabullar al de al lado, y, en definitiva, tener en la mente que
somos siete mil millones en este planeta y que la convivencia exige algo por
parte de todos para que se cumplan los mínimos de la supervivencia. O sea, lo
elemental de la alfabetización, lo que no exige dinero, lo inmediato en el
sentido común y en la buena voluntad. No sería poco. ¡!Sería un tesoro
infinito!!
Solemos
aplicar el concepto, sin embargo, a un reducto más estrecho y complicado. Tal
vez para enmascarar y dejar en el olvido ese otro campo social que se acaba de
apuntar en el párrafo anterior. Sobre todo si desde los poderes públicos se le
intenta dar imagen con unos representantes y con unos hechos al menos confusos
y sospechosos. Porque, si pensamos en la cultura como lo propio de los más
cultos, ¿Qué favorecemos y cómo la concretamos?
No creo que
cultura sean las representaciones y las adulaciones que nos llegan y que
hacemos de Origud; ni todo el mundo del famoseo que tanto éxito tiene según los
índices de audiencia, con sus caras visibles analfabetas de mujeres del partido
y de servidumbres del mundo de la publicidad; ni todo lo que procede del mundo
de los negocios, que parece que da patente de corso y derecho de pernada a
cualquiera que alcance éxito en él; ni a cualquier estampa del mundo de las
pasarelas, en el que el esnobismo y los centímetros de insinuación o de descaro
de las mujeres y de los hombres del partido (entiéndase bien la intención de
este sintagma) es lo que se ensalza; ni, en general, todo lo que tiene su cuna
en el mundo de la apariencia y del colorido gaseoso.
Cada cual
sabrá qué representación social y política es la que da mejor cobertura a esta
burbujeante y falsa apariencia de cultura. Y cada cual sabrá por qué razón
quedan fuera de ella los obreros de la ciencia, los que se esfuerzan en el
mundo del pensamiento y del bienestar social día tras día con sueldo de simple
supervivencia, los que dedican horas al mundo de la sensibilidad sin que casi
nadie los tome en serio ni les atienda solo unos momentos, ni los que se alejan
de todos los tablados en los que solo el instinto y los dividendos cuentan.
Ayer era el
día del libro en cualquier sitio, no solo en Cataluña. Porque, aunque parezca
imposible, también existen otros lugares en esta piel de toro tan para el
arrastre. Tal vez el mundo del libro, en su creación, en su lectura, en su
explicación, en los mundos imaginativos que provoca, en el cambio de vida que
siempre propone, no sea el peor exponente de otra manera de entender la
cultura, otra cultura distinta, más personal, más reflexiva, y hasta si me
apuran más general, popular y gozosa.
En mi
propuesta de comunidad ideal, haría leer un libro -no todos son iguales (ese es
otro tópico tonto), pero me conformaría con cualquiera- al mes a cada ciudadano
y dar cuenta de esa lectura ante los demás. Creo que ganaríamos todos mucho. Y
gastaríamos mucho menos tiempo del que pudiera parecer.
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