Vengo defendiendo algo tan
drástico como esto: “La convivencia, llevándose bien, es muy difícil;
llevándose mal, es casi imposible”. Y, sin embargo, hay que soportarse para
poder sobrevivir, hay que presentarse con el disfraz de mínimos para no morir
en el intento. Sería bueno que tuviéramos algunos elementos en común, aunque
sean pocos, solo los imprescindibles para poder salir a la calle.
Yo me conformaría con el
sentido común y con la buena voluntad, el sentido común que procede de aplicar
una lógica sencilla y algo trabada, aquella que llega a razonamientos de dos
premisas y una conclusión por ejemplo; y la buena voluntad que se deduce de
entender que nada hay ni blanco ni negro del todo y de constatar que las
limitaciones de cada uno son bastantes, y, en ese caso, ante la imposibilidad
de llegar a conclusiones definitivas, le ponemos algo de buen corazón a las
cosas para limar esas diferencias.
Lo malo es que luego hay que
ponerle cara a esa convivencia, y eso se hace sobre todo a través de la
palabra. La palabra es, por definición, pobre y escasa en su precisión; si,
además, no la dominamos un poco, todo se nos viene abajo y entra en el terreno
de la desconfianza y de los malos entendidos. Otra variable, por tanto,
importante: la palabra.
Si también le pusiéramos cara
en forma de firma y de reconocimiento de quien la usa, abriríamos otro buen
canal para que el agua corriera sin obstáculos. Hay mucho malnacido que se
escuda en el anonimato para hacerse el miserable y emponzoñar todo. Con toda
esa caterva, la convivencia sencillamente no es posible, solo la supervivencia
lejos de ella.
Con todo esto a la vista, hay
que entender que cualquier punto de vista, si es razonable y razonado, tiene
cabida en la convivencia y es una aspiración legítima y diversa de apuntar al vértice
de una pirámide de verdad. Ese vértice de pirámide solo se imagina en una base
confusa e indeterminada, sin anclaje
fijo y como flotando en un pantano sin fondo, como un barco a la deriva en
tiempo de galerna. Porque la conciencia de la realidad es en realidad mi
conciencia de mí mismo, la manera interior que tengo de darle forma al mundo.
En toda esa confusión y falta
de certeza, no es demasiado extraño que a algunas personas les entre el
desencanto y hasta el difuso deseo de no ser, de no participar en el roce
diario con tanta deficiencia, de intentarse en sí mismo sin la menor constancia
de que hay algo ahí fuera, con el único sustento de la imaginación y de la
invención personal del mundo, en una vida desdeñable para los demás y real de
verdad para uno mismo, y en un desdibujarse y diluirse de las cosas, en irse de
los ruidos y en perderse más lejos de todo lo que suena y causa miedo.
En fin, acaso es sueño de un día
solamente, que me hará despertar viéndome de nuevo en ese menudeo de la vida
que tanto me disgusta por momentos. No sé.
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