Desde que el ser humano ha podido
razonar -y no ha sido humano hasta que,
con la palabra, ha podido cifrar su comprensión de la realidad-, se ha empeñado
en describir y en razonar sobre cuáles son las mejores condiciones que explican
su estancia en eso que llamamos vida. En ese empeño constante -se entiende que de
los pocos sabios que en el mundo han sido-, cada uno ha centrado sus
curiosidades en aquello que consideraba clave para la explicación de todo lo
demás.
Así, buena parte de ellos ha
gastado sus esfuerzos en ajustar el desarrollo de la vida a leyes provenientes
de algún elemento superior. Otros se han partido la cara en el enfrentamiento
directo con las ideas, asumiendo con ello cualquier posibilidad en las
consecuencias de sus indagaciones. Unos han sido más acomodaticios; otros, más
atrevidos. Las posibilidades, en fin, son muchas. Y todas loables si se
desarrollan con buena intención. El casi eterno período medieval se fue en
disquisiciones formalistas, sujetas a verdades externas a la razón:
escolasticismo. Fue a partir de la llamada Edad Moderna cuando el desarrollo
volvió memoria a los tiempos clásicos en los que la razón sobrevolaba las
mentes de los filósofos.
Hobbes es un filósofo moralista,
o filósofo político, que intenta conformar una teoría del Estado, es decir, que
intenta organizar racionalmente la convivencia de las comunidades en un
compendio filosófico general. Su punto de partida es la constatación negativa
de que “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus). Por eso la
necesidad ineludible y beneficiosa de organizarse, de dotarse de leyes y de
conformar todo un código de convivencia. Todavía el lector del siglo veintiuno lo puede ver
deudor de estructuras eclesiales y reales muy fuertes, pero eso ahora no
interesa. Me importa destacar que conforma su visión del mundo desde un punto
de vista negativo, desde la necesidad de organizarse para no perecer en el
intento individual.
Hay otros intentos que ponen su
acento en elementos no racionales basados en la compasión, en el amor, en la
ayuda…; en otros elementos positivos o de añadido personal y no tanto de
exigencia externa.
Qué hermoso sería dialogar acerca
de cuál de los dos métodos es más productivo y reconfortante. Intuyo y hasta
defendería que ambos son complementarios, con sus peligros y con sus virtudes.
Y ambos se muestran necesarios en la vida real. ¿En qué grado?
¿Cómo se puede convivir sin un código
acordado para todos? ¿Puede ese código abarcar la pluralidad de la vida? ¿Lo que no está en ley es bueno o malo? ¿Es
posible vivir tan solo un día sin una pequeña acción amorosa?
Hobbes escribe todo un largo
tratado (Leviatán) acerca del primer método. Me parece una buena aportación. Me
deja, sin embargo, un poco vacío su lectura y el hecho de imaginarme solo ese código
sin gotas de elementos menos racionalizados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario