Ayer a media noche (hora
española) comenzaron los juegos olímpicos en Río de Janeiro, Brasil. Siempre se
hace con una ceremonia inaugural llena de colorido y de simbolismo; con ella se
quiere encantar al mundo y dejar clara la fuerza del país que organiza el
evento. En la misma se congregan los atletas más conocidos y admirados del
mundo entero. Dicen que son la actividad más seguida de todas las que se
celebran por ahí.
He visto un rato esta mañana, en
una repetición de TVE, y, por encima de todo, me llaman la atención dos
aspectos. El primero es el de la idiosincrasia del país que fluye en la
ceremonia; en este caso mucho de aparente desorden y mucho de movimiento y de
alegría desbordada del pueblo de Brasil. El segundo es el que se repite
siempre: el de la alegría de los deportistas, que, en el fondo, son jóvenes que
se juntan, se exhiben durante unos días, intercambian relaciones y viven una
experiencia distinta y universal, solo reservada a los privilegiados.
Porque en unos juegos olímpicos
se exhibe lo más evidente en el ser humano, aquello que es primero y principal,
el cuerpo y sus capacidades, eso que primero descubre en sí mismo el ser humano
y que le pertenece para conservarlo, mejorarlo y aguantarlo hasta la muerte. En
esta cultura de la pasarela, desde el citius, altius fortius, todo lo que sea
espectáculo e imagen se enaltece y se recompensa con el aplauso y con el
reconocimiento general. Nada diferente a lo que ya sucedía en época griega. Los medios de comunicación se encargan de agrandarlo
todo y de hacer de ello un espectáculo del que no es fácil escapar.
¿Alguien se imagina unos juegos
olímpicos de las ciencias y de las letras? Causa risa casi hasta el imaginarlo.
Pues no sería difícil organizarlo. Y no sé si no traería más beneficios para la
comunidad. No interesa tanto la comunidad sino las excepciones y los extremos.
Es lo que hay.
Al lado de los estadios olímpicos
vive la pobreza, se hacinan las favelas y crecen a ojos vistas las
desigualdades. La inseguridad que esa situación produce se persigue y se
castiga, se oculta y se olvida. Los aplausos solo quedan para los estadios y
para los privilegiados. Pero siguen estando ahí, y seguirán estando cuando los
aplausos enmudezcan dentro de nada.
No obstante, para entonces ya nos
habremos inventado otros teatros que nos escondan las aristas negativas del día
a día. Por ejemplo, las ligas de fútbol.
Me gusta ver la superación de los
deportistas, pero no puedo olvidar lo que sucede a pocos metros de los
estadios. Todo conforma la vida, aunque es más abundante y doloroso lo de fuera
que lo de dentro.
A ver si al menos los ratos de
distracción me ayudan a sobrellevar el calor agosteño, porque, si no, yo
también puedo terminar agostándome.
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