En las conversaciones de cada
día, cuando utilizamos la palabra “poder”, generalmente estamos pensando en el
poder político: hasta tal punto ha adquirido relevancia esta actividad. Y, para
nuestra desgracia, pensamos casi todos que con la delegación del voto cedemos
nuestro poder para concentrarlo en esas pocas personas que dirigen la actividad
ejecutiva. Es verdad que en ellos delegamos poder, pero no deberíamos olvidar
que tendría que ser el menor posible, que nuestra participación tendría que ser
activa y continua y que no tendríamos que esperar a que nos den todo resuelto.
El poder lo debo tener yo, en igualdad de condiciones con mis conciudadanos,
para decidir entre todos y en igualdad.
Dice Thomas Hobbes, en su obra Leviatan, I, Cap. X, que “el poder de un hombre lo constituyen los medios
que tiene a la mano para obtener un bien futuro, que se le presenta como
bueno”. Enseguida divide este en original
e instrumental. Creo que el
concepto de poder en Hobbes es demasiado incluyente, pero eso ahora no me
interesa.
También para el filósofo inglés,
el poder más grande “es el que está compuesto
de los poderes de la mayoría, unidos, por consentimiento, en una sola
persona natural o civil (…) como es el caso en el poder de una república”.
Pero de ese poder participan
pocas personas. Hay otros poderes, muy diversos, que se ejercen a diario sin
que pongamos mucha cuenta en ello, y que convienen a los que los ejercitan. Cualquiera
puede intentar una lista que le resulte familiar y próxima. Hobbes habla “del
poder de atracción, del poder de la razón, de la capacidad de ser amado u
odiado por los demás, del éxito, de la afabilidad, de la fama, de la prudencia,
de los títulos nobiliarios, de la elocuencia, de la buena presencia, de la
ciencia, de las artes…” Y añadimos: la posesión de medios económicos, la
juventud, la popularidad, la atracción sexual, la situación laboral…
Ejercer con más o menos empeño
unos u otros, dejarse llevar con más o menos docilidad por cualquiera de ellos,
ordenarlos de una forma o de otra nos da como resultado una escala de valores y
unos comportamientos bien distintos, una conciencia social u otra y una manera
específica de ver el mundo.
Porque las ansias de poder
parecen condición innata del ser humano. Algo bien distinto es el grado de doma
y de esfuerzo que pongamos para adquirirlo, para ordenarlo o para sencillamente
mandarlo al reino del olvido.
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