Hoy ya no hay horarios cambiados,
ni cinco horas menos, ni sentadas nocturnas. Como mucho, se notan las resacas y
la dificultad para enderezar la columna después de tantas horas doblada y
ensillonada frente al televisor. Recuperar la vertical y no parecer jorobado es
un buen ejercicio para los próximos días, esos en los que todo nos va a volver
a la calma y a la rutina.
Quiero decir que se han terminado
los Juegos Olímpicos y ya comienza el período de nueva Olimpiada, esa que nos
llevará a Japón dentro de cuatro años. He visto algunas pruebas, pero no he
rendido tributo al sueño: no ha sido par tanto.
Durante quince días todo ha sido
fulgor, perfección, superación, aclamaciones, reconocimientos…, y bastantes
decepciones, las de todos aquellos que no alcanzaron la gloria. Loa Juegos Olímpicos son algo así como una lluvia de
estrellas, un período de fuegos artificiales, una rueda continua de flashes que
deslumbran a todos en todos los lugares. Porque esos Juegos se juegan ya en
todos los hogares del mundo y los atletas se exhiben en el cuarto de estar de
cualquier habitante del planeta.
Pero ese fulgor deslumbra y vela
mucha noche, acota la gloria mientras aleja por momentos la miseria, valla la
luz y niega lo que existe detrás del muro. Y detrás del muro y de las carreras,
al lado mismo de los hermosos recintos deportivos, acampan la miseria y la
ignorancia, se cultiva la desigualdad y dormita la sed de mejor vida. A las
favelas han llegado los Juegos a través de la televisión; estaban ahí al lado,
pero han tenido que saltar el muro de la invisibilidad para que la realidad
virtual fuera la única porción de realidad que llegaba al mundo.
No tengo ninguna seguridad de que
los pueblos adelanten por su capacidad para organizar magnos acontecimientos;
más bien estoy convencido de que es más duradero y provechoso aquello que ayuda
a superarse a la comunidad, aquello que la invita a participar activamente y
aquello que alcanza en sus beneficios a todos y no solo a unos pocos. Aunque
sea menos aparatoso. Es verdad que los atletas deben ser ejemplos de
superación, y muchos lo son; es verdad también que los Juegos deberían dejar
detrás de ellos (nunca *detrás suyo) todo un reguero de instalaciones y de
edificios utilizables para mucho tiempo; también es cierto que la inercia ayuda
en la estima hacia los países que organizan con solvencia. Todo es verdad, como
es verdad que el deporte, sin exageraciones, es saludable e implica muchas
variantes positivas.
No estoy seguro de que las
proporciones entre gastos y beneficios hayan sido equilibradas. Y mucho menos
de que los beneficios hayan alcanzado a la mayoría de la comunidad, es decir, a
los más favorecidos, esos que solo tenían que mirar hacia abajo desde la favela
para quedar alucinados con ese mundo de colores que solo les llegaba a través
de la televisión, como fruto prohibido allí mismo, al alcance de la mano. Y se
trata siempre de proporciones, no de negaciones absolutas, al menos por mi
parte, pues eso de los conceptos absolutos cada día anda más lejos de mi cabeza
y de mi entendimiento.
Se apaga la llama olímpica y
terminan los Juegos. Empieza ahora una nueva Olimpiada. Otro trozo de camino más
que podíamos recorrer en compañía y con desigualdades menos sangrantes.
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