A veces necesito una atmósfera densa
que me aísle de todos los terrenos colindantes, del frío y del calor, del
aspaviento, del cendalle del aire que me evita el desnudo, de los ecos, de la
última minucia del recuerdo. Primero son los ojos los que rinden y se apagan en
calma y en silencio (qué lentidud tan dulce y agradable); después son los oídos
y a la vez es el tacto, cada vez más suave y cadencioso, más tarde, o a la vez -ya
no distingo-, se me oculta el olfato y ya no siento ningún resto de gusto de
aquello en lo que me deleitaba tan solo hace un momento.
Todo se va quedando en ese no sé qué
que se adormece, que vuelve a la quietud muy lento y con sosiego, a algún
posible mundo del olvido, donde acaso no hay nada o todo es la conciencia de la
nada en la que yo me anego y me disuelvo.
No preguntéis por mí que ya no existo
y, si existo, será en otras conciencias diferentes.
Parece acompañarme en el viaje una
hermosa y apacible melodía que compuso aquel ciego con Aranjuez al fondo y su
concierto; pero no estoy seguro de nada y ya pierdo conciencia de mí mismo. Es
dulce la inconsciencia para dejarse en ella y olvidarse. Que queden los
cuidados sin sentido, que nada tenga asiento en las medidas, que todo sea
silencio y música callada, que no tenga conciencia de lo que me regalaron los
sentidos.
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