lunes, 17 de julio de 2017

CREENCIAS


Me proporciona mi amigo Manolo Casadiego un libro que ya devoro con ganas y provecho. Se trata de “Palabras que no lleva el viento”, del autor Adolfo Yáñez. Se presenta en forma de diccionario reflexivo acerca de un número de conceptos en los que -consciente o inconscientemente, que de eso habría mucho que hablar- apoyamos nuestra comunicación y, en buena parte, nuestra acción. Prometo aprovecharme bien de él, para que así me sirva también de diálogo con los conceptos y conmigo mismo. Y algo dejaremos para los paseos campestres de los fines de semana.
Como homenaje al autor y al concepto, hoy recojo unas palabras referidas al concepto de CREENCIA. Hoy son las suyas; casi a diario son las mías en esta ventana:
“El conocimiento es siempre exotérico, llega de fuera de nosotros y debiéramos hacerlo propio solo cuando nos convence y lo pasamos por filtros racionales. La creencia, por el contrario, es un impulso esotérico que nace desde dentro, que validamos ciegamente -pues aceptamos lo que no vemos- y que nos permite albergar la peligrosa esperanza de que, algún día, no solo lo improbable, sino lo imposible lleguen a materializarse en tangible verdad. La fe del que cree se identifica, habitualmente, con el punto de partida de un rígido camino que -sin dudar y sin buscar ya la posible bondad de otros caminos y de otras creencias- lleva a metas predeterminadas por nosotros mismos. Por el contrario, la certeza del que sabe -¡ella es la que se nos impone!- se identifica con la meta que se alcanza tras recorrer una senda zigzagueante de búsquedas, dudas y discernimientos.
A la vista de ciertos comportamientos religiosos, me he preguntado muchas veces en qué creerán millones y millones de personas cuya única teología es la tradición y el folklore. En un país como el nuestro, por ejemplo, recorrido de norte a sur y de este a oeste por idolatrías con reminiscencias paganas; en un país de vírgenes sacadas de sus templos para que bailen en andas, para que se encuentren con “otras” vírgenes (Este paréntesis es mío: no me resisto a hacer notar el mundo que se abre tras ese aparentemente simple entrecomillado) entre el griterío entusiasta de sus devotos; en un país en el que se saltan verjas y se raptan imágenes con  la misma fiebre con la que antaño se raptaban novias; en un país de cristos piropeados, de santas espinas veneradas, de santos prepucios expuestos en brillantes relicarios, de santos dientes que, al parecer, pertenecieron a un dios-niño, de santos e innumerables trozos de madera que -si pudieran unirse- darían para confeccionar no solo una cruz, sino un bosque, en un país en el que la colectiva historia de lo sagrado se halla demasiadas veces muy cerca de la histeria colectiva… ¿se puede afirmar razonablemente que creen los que no pasan del teatro y la costumbre, del barniz y la apariencia, de la simple ingenuidad y de la ingenua simplicidad?
Por supuesto que hay fieles -en España y en el mundo- con argumentos más sólidos para creer que las multitudinarias procesiones, las romerías y las jaranas en las que se mezclan la emoción y la bullanga, pero me inclino a pensar que son una escalofriante minoría. Y las Iglesias, a la hora de numerar los corderos de su rebaño, suelen contarlos a todos sin hacer distinciones de ninguna clase”.

Son sus palabras, claro, y su forma de expresarlas; pero suscribo las ideas y las implicaciones. De la sustitución de esas creencias por otras, en nuestros días, y más acusadamente en tiempo de rebajas, fútbol, ritmos, dineros y… tintos de verano, mejor diremos algo otro día.

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