Me proporciona mi amigo Manolo Casadiego un libro que ya
devoro con ganas y provecho. Se trata de
“Palabras que no lleva el viento”, del autor Adolfo Yáñez. Se presenta en
forma de diccionario reflexivo acerca de un número de conceptos en los que -consciente
o inconscientemente, que de eso habría mucho que hablar- apoyamos nuestra
comunicación y, en buena parte, nuestra acción. Prometo aprovecharme bien de
él, para que así me sirva también de diálogo con los conceptos y conmigo mismo.
Y algo dejaremos para los paseos campestres de los fines de semana.
Como homenaje al autor y al concepto, hoy recojo unas palabras
referidas al concepto de CREENCIA. Hoy son las suyas; casi a diario son las
mías en esta ventana:
“El conocimiento es siempre exotérico, llega de fuera de
nosotros y debiéramos hacerlo propio solo cuando nos convence y lo pasamos por
filtros racionales. La creencia, por el contrario, es un impulso esotérico que
nace desde dentro, que validamos ciegamente -pues aceptamos lo que no vemos- y
que nos permite albergar la peligrosa esperanza de que, algún día, no solo lo
improbable, sino lo imposible lleguen a materializarse en tangible verdad. La
fe del que cree se identifica, habitualmente, con el punto de partida de un
rígido camino que -sin dudar y sin buscar ya la posible bondad de otros caminos
y de otras creencias- lleva a metas predeterminadas por nosotros mismos. Por el
contrario, la certeza del que sabe -¡ella es la que se nos impone!- se
identifica con la meta que se alcanza tras recorrer una senda zigzagueante de
búsquedas, dudas y discernimientos.
A la vista de ciertos comportamientos religiosos, me he
preguntado muchas veces en qué creerán millones y millones de personas cuya
única teología es la tradición y el folklore. En un país como el nuestro, por
ejemplo, recorrido de norte a sur y de este a oeste por idolatrías con
reminiscencias paganas; en un país de vírgenes sacadas de sus templos para que
bailen en andas, para que se encuentren con “otras” vírgenes (Este
paréntesis
es mío: no me resisto a hacer notar el mundo que se abre tras ese aparentemente
simple entrecomillado) entre el griterío entusiasta de sus devotos; en
un país en el que se saltan verjas y se raptan imágenes con la misma fiebre con la que antaño se raptaban
novias; en un país de cristos piropeados, de santas espinas veneradas, de
santos prepucios expuestos en brillantes relicarios, de santos dientes que, al
parecer, pertenecieron a un dios-niño, de santos e innumerables trozos de
madera que -si pudieran unirse- darían para confeccionar no solo una cruz, sino
un bosque, en un país en el que la colectiva historia de lo sagrado se halla
demasiadas veces muy cerca de la histeria colectiva… ¿se puede afirmar
razonablemente que creen los que no pasan del teatro y la costumbre, del barniz
y la apariencia, de la simple ingenuidad y de la ingenua simplicidad?
Por supuesto que hay fieles -en España y en el mundo- con
argumentos más sólidos para creer que las multitudinarias procesiones, las
romerías y las jaranas en las que se mezclan la emoción y la bullanga, pero me
inclino a pensar que son una escalofriante minoría. Y las Iglesias, a la hora
de numerar los corderos de su rebaño, suelen contarlos a todos sin hacer
distinciones de ninguna clase”.
Son sus palabras, claro, y su forma de expresarlas; pero
suscribo las ideas y las implicaciones. De la sustitución de esas creencias por
otras, en nuestros días, y más acusadamente en tiempo de rebajas, fútbol,
ritmos, dineros y… tintos de verano, mejor diremos algo otro día.
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