Y de lo nebuloso de la noche nos sacó el autobús, entre
atascos y velocidad lenta, de una Atenas ruidosa y en fila de vehículos hacia
ninguna parte.
Nosotros viajábamos hacia el Peloponeso, esa península
situada al suroeste de Grecia, que, en el origen de todos los orígenes, siempre
aparece relacionada con Atenas, tanto en enfrentamientos como en coaliciones
contra otras ciudades o regiones. A nuestra izquierda, siempre el mar, y el
Pireo, puerto natural de entrada y de salida.
Al Peloponeso entramos por el istmo de Corinto, por el puente
que vigila desde lo alto ese canal profundo que se ha construido para que lo
que era península se convierta en isla. La obra, vista con ojos del siglo
veintiuno, no parece la octava maravilla del mundo en su dificultad de
ingeniería, pero su utilidad la gozan los barcos pequeños y menos pequeños que
cruzan sus aguas, en viaje de ida y vuelta, allá en lo hondo, desde el Golfo de
Corinto hasta el Golfo Sarónico en el este. Unos minutos de contemplación, un
descanso reparador, unas uvas famosas de Corinto y a sumergirnos de lleno en lo
que pudiera evocar el Peloponeso.
Buena parte del éxito de un viaje de este tipo depende de las
cualidades y de la disposición del guía que te toque en suerte. En este caso se
trataba de una mujer. Angélica (ángelos) es una mujer ateniense que ha
aprendido español durante siete años en el Instituto Cervantes de Atenas. Habla
perfectamente español y será nuestra guía durante todo el viaje, salvo en una
jornada, por un asunto personal que la obligó a dejarnos. Desempeñaba un
trabajo, pero también cumplía con un interés por el mundo de su país y por lo
que representaba. Enseguida nos lo demostró con su entusiasmo y con su
sabiduría. Yo, que iba con mi mejor disposición y con mis pequeños
conocimientos, enseguida le tuve que reconocer humildemente y dándole las
gracias que me había hundido en la miseria. Por cada evocación que mi mente
producía, de sus explicaciones aparecían diez o doce encadenadas. Un librito
abierto y leído con buena entonación esta guía Angélica. Tengo en mi cajón
guardada, desde hace ya bastantes años, mi recreación versificada de las Metamorfosis,
del poeta latino Ovidio, que recoge todos los mitos griegos más importantes. En
la segunda o tercera jornada ya me exigí a mí mismo darle otra vuelta, a la
vista del apabullamiento en que me dejaba Angélica a cada instante. Cuánto se
lo agradecí.
Resumir, aunque solo fuera en índice, todo lo que significan
el Peloponeso, Esparta, Corinto, Micenas… es asunto imposible y no sé siquiera
si es lo importante aquí. Lo esencial y hondo es dejarse llevar por todas las
explicaciones que, en viaje o en descanso, se te van desgranando y manifestando.
Si esto lo haces con una buena disposición anímica y con la mezcla difusa de
tus lecturas o conocimientos culturales, se crea una atmósfera especial que te
atrapa y te abduce. Es el momento de las invasiones dorias, una de las tres
grandes tribus que, en los umbrales de la Historia, se asentaron por aquí, es
la hora de los dioses, es la evocación de las ciudades estado, es la ocasión de
las guerras continuas con los imperios persas, es la hora de… dejarse llevar y
de soñar. Pues soñemos…
Mediodía era por filos cuando llegamos a Epidauro, al teatro
de Epidauro.
El rescate de restos antiguos en Grecia, en demasiados casos,
es bastante reciente: su historia es el compendio de muchas invasiones, de
numerosos enfrentamientos entre sus territorios y de incontables devaneos de
todo tipo; su independencia misma data del siglo diecinueve.
Este teatro (este lugar
para ver), sin embargo, es de los mejor conservados en todo el mundo
antiguo. Y posee dos mil cuatrocientos años, que se dice pronto. Las partes que
técnicamente componían y componen estos edificios se mantienen perfectamente Es
el lugar apropiado para recrear en sueños el mundo del teatro clásico en
Grecia, el momento preciso de evocar a Esquilo (con sus míticas siete tragedias
y la lluvia de comentarios que suscitan y suscitaron), a Sófocles, a Eurípides,
a Aristófanes (tan solo hacía una semana que había asistido a la representación
actualizada de su obra Lisístrata), a… Y, a partir de ahí, Píndaro, Safo…, a
toda una pléyade de autores de diversos géneros. Todo a mi favor para pensar e
imaginar aquello lleno de griegos asistiendo a estas manifestaciones, tan
importantes y tan significativas. Dos notas breves acerca de la arquitectura
del teatro: su capacidad (hasta catorce mil asistentes se podían reunir) y la
increíble acústica, aún no explicada del todo ni siquiera por los ingenieros en
esta materia. El paraje, en la concavidad de un monte, como corresponde a esta
clase de teatros, mostraba todo lo que a su alrededor pudo existir y vivir.
Parece que, para sus festivales acudían -y siguen acudiendo- gentes de toda
Grecia, sobre todo de la península del Peloponeso y de Atenas. Imaginar allí una
representación es gozo asegurado, vivirla en directo tal vez no sea para
contarlo. Sobre todo -esto es para mí lo más importante siempre- porque en ese
escenario se alzaba la voz para representar lo más esencial del ser humano, sus
pasiones y sus ilusiones, sus deseos y sus realidades…, esos elementos que
fundamentan la vida de cada uno de ellos y de nosotros. Porque la técnica ha
evolucionado muchísimo; los conceptos básicos tal vez no tanto.
Con este cúmulo de sensaciones en tropel me marché de Epidauro
y de su colosal teatro, con la máscara entre el sueño y la realidad de lo
inmediato. Había que ir nada menos que a Micenas, y eso sí que ya es dar un
salto en el tiempo hasta hundirse en lo más nebuloso de los umbrales de la
Historia.
Pues arranca y vamos.
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