Claro que Atenas guarda en sus estratos los ecos de toda una
civilización que se extendió por lugares y por tiempos muy extensos. Aún hoy
día andamos sobreviviendo, naufragando o venciendo tempestades, en los
principios que allí se establecieron. Atenas es patrimonio de los siglos y de
las personas que habitan occidente.
Pero el epicentro del recuerdo y de los restos más visibles
se halla en la Acrópolis y en los lugares que la rodean. Subir a la Acrópolis
es casi un ascenso físico y una ascesis pues ambos niveles se cruzan y se dan
la mano. Parecería que a cada metro de subida uno se fuera concentrando para
ver la amplitud de todo lo que por allí se “coció” físicamente, pero también, y
sobre todo, mentalmente. La vista se iba extendiendo en toda la llanura hasta el
mar o hasta el monte Licabeto y sus canteras, y la mente comenzaba a evocar en
tropel tantos elementos artísticos, filosóficos, sociales, religiosos o
morales…
La primera ocupación, claro, era la visual. Las
construcciones del majestuoso Partenón presidiéndolo todo; el teatro de
Dionisos; el Odeón de Herodes Ático; el templo de Asclepio; el templo de Atenea
Niké; el Erecteion, con la copia de las cariátides… Todo un gozo para la vista,
para el arte y para la concepción de la belleza. No importa que uno esté
rodeado de otros turistas ávidos de ver y hasta de tocar, todo allí es mirada,
evocación y sensaciones en cascada. También ahora, renuncio a cualquier intento
de descripción, siquiera sea elemental, de datos artísticos o históricos de
todo este monte. Los datos están en cualquier lugar publicados y a ellos me
remito. A mí me interesan más mis sentimientos que los elementos
arquitectónicos o escultóricos que allí se conjuntaron.
Pero acrópolis significa la parte alta de la ciudad, lugar
desde el que la vista y el poder se pueden extender a lo largo y a lo ancho. Y
había que mirar y entender. Allí abajo, a los pies del monte, se extiende el Ágora
antigua, el espacio público, el sitio en el que se desarrollaba la vida social
de Atenas. Y en la vida pública caben las calles y los mercados, las plazas en
las que comentar y discutir, donde convencer con la palabra, los espacios en
los que decidir los modelos sociales y las leyes, los conceptos y la vida en
todas sus variantes. Para completar espacio, a su lado, se alza, con menor
altura que la Acrópolis, el Filopapos, el monte donde se hacía justicia y se
cumplían las penas; o el Ninfeon, donde descansaban las musas.
¿Cómo no evocar, entonces, mil imágenes y escenas? De teatro,
de justicia, de filosofía, de poesía…
Por ahí anda Sócrates pervirtiendo
a los jóvenes y llevando a su redil a cualquiera con su manera de acceder a las
verdades; y Platón en su Academia, sentando las bases del pensamiento
occidental; y Aristóteles, en su Liceo, haciendo más visible todo lo que había
concebido su maestro Platón. ¿No los veis por ahí abajo, de un lado a otro? Si
dan ganas de bajar a disputar un rato con ellos. Pero es que en cualquier
esquina te puedes encontrar con Esquilo, o con Eurípides, o con Sófocles, o con
Pitágoras, o con Heráclito, o con Parménides, o con cualquier sofista, o con
cualquier epicúreo, o cínico, o estoico… ¿No los veis? Andan todos a la gresca.
Qué maravilla contemplarlos desde aquí arriba.
Y, si hago un esfuerzo por comprimir el tiempo, los observo,
a ellos y a tantos otros, juristas, políticos, libres y no libres… pasando por
la Historia y dejándonos tantos asideros a los que volver y en los que
sujetarnos. Ahora el tiempo no es tiempo ni el espacio es espacio, a pesar de
las aglomeraciones que siempre llenan todo y apenas te conceden un metro
cuadrado en el que situarte para buscar perspectivas; ahora es imaginación y,
en alguna medida, acción de gracias por todo lo que allí se acoge. Con mis
respetos para Atenea, más por los humanos que por los dioses.
Entre aquel barullo de visitantes discurrió el paseo por la
Acrópolis, contemplé las panorámicas y evoqué lo que mi imaginación quiso. Y no
fue poco.
Como han hecho en otros lugares, también aquí se ha
construido recientemente un museo arqueológico de la Acrópolis. La visita al
mismo es obligatoria. En él se recogen todos los elementos grandes y pequeños
que en las excavaciones y reconstrucciones van apareciendo, e incluso, como es
el caso de las Cariátides, de aquellas que el paso del tiempo puede deteriorar.
La descripción de sus tesoros se haría interminable y solo es abarcable en una
visita con las excelentes explicaciones de una buena guía como la que nos correspondió.
A ver si con construcciones como esta se quedan sin argumentos falaces los
rapiñadores de tesoros de otros países con imperios más recientes. Como el
recinto es cerrado, aquí la imaginación se contrae y fija el foco en elementos
artísticos. A mí, lo repetiré, me interesa algo más todo el mundo del Ágora
antigua y el mundo civil, aquel que me acercaba, después de varios días
evocando mitos, dioses y religiones, al mundo racional de los conceptos
elaborados por la mente humana.
Para distenderse y volver a la realidad más inmediata, un
paseo por los barrios y calles centrales de Atenas resulta como una ducha en
pleno verano. El Agora Antigua, Monastiraki, Plaza Sintagma, Plaka, Parlamento
o Estadio Olímpìco… te siguen meciendo en el recuerdo, pero te vienen trayendo
lentamente a la playa de la realidad más histórica y moderna. Por ello y por
ellas anduvimos unas horas rumiando lo eterno y lo histórico, lo mitológico y
lo real, lo nuclear y lo superfluo.
Con todo este bagaje, con las maletas mentales llenas de
imágenes, recuerdos y sensaciones, volvimos al hotel. Yo llevaba la
satisfacción de haber cumplido la visión de muchas de aquellas horas dedicadas
al pensamiento a lo largo de mi vida, con elementos que tenían allí mismo sus
raíces. Era como hacer real el poso de tantas páginas, como dejarse decir
“mira, ahí lo tienes todo, contémplalo, saboréalo, digiérelo, llévatelo para
siempre”.
En realidad, el viaje cultural podría darse por terminado;
pero aún nos faltaba alguna parte que sumaba distensión y divertimento con
cultura y recuerdo. El apéndice sería sabroso.
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