La visita a Delfos me había dejado con la mente repleta de imágenes,
de mitos y de celebraciones en su historia, de botellones místicos y de
señuelos para el engaño y las exhibiciones de poder. Todo en una confusión y en
un revuelto que tenía que dejar que posara para deglutirlo con más calma en
otro momento.
Pero un viaje de este tipo no da tregua y, nada más comer,
nos dirigimos en autobús hacia Meteora, hacia Kalambaka (o Kalampaka), hacia la
región de Tesalia, en Grecia Central.
En medio del trayecto, una parada breve para conocer y evocar
lo que significó la batalla de las Termópilas y la estatua erigida, al borde de
la carretera, para honrar a su héroe, Leónidas. Los restos geográficos están
muy desfigurados, pero la evocación permanece intacta. Siempre los mismos
contendientes: las ciudades griegas contra Persia y su intento continuo de
conquista y de expansión. La gesta anda recogida, como casi todo, en diversos
textos y yo no tengo nada que añadir. A mí interesan mis impresiones, que son
mías y tal vez puedan añadir algo personal para ser compartido, o no, por
alguien más; no los datos, que puedo también adquirir en otros medios más
documentados que yo mismo.
El principal atractivo la comarca de Meteora son sus
monasterios y su entorno natural; de mucho más alcance el entorno natural y de
más sensación inmediata sus monasterios. A su amparo han crecido diversos hoteles
lujosos. En uno de ellos nos hospedamos en espera de ascender el día siguiente
hasta estos centros religiosos.
El paisaje está constituido por unas enormes rocas de forma
casi cilíndrica en cuya cresta se alzan monasterios ortodoxos. Parece que la teoría
más consistente afirma que son restos geológicos de lugares invadidos por el agua
(en forma de desembocadura de río o de mar) que han solidificado y que guardan
restos visibles de elementos marinos. A la vista de lo que pude ver, no me
parece desencaminada esta hipótesis. Sería suficiente la contemplación de tal
maravilla natural para acudir hasta Meteora y dejarse llevar una vez más por
las ensoñaciones (en este caso en forma de naturaleza) que aquello despierta en
la imaginación de cualquiera. Por si fuera poco, se han separado unas de otras
y han quedado algunas como testigos y centinelas aislados, desafiando al cielo
y contemplando lo lejano y hondo del suelo, la llanura que se extiende a sus
pies y la soledad y el silencio que albergan allá en lo alto. No era difícil
tejer aquel paraje, tan racional y científico, pero tan alejado del paso del
tiempo biológico, con lo que habíamos dejado atrás en lo mítico de Delfos.
Cuando la razón y los sentidos no abarcan, todo se torna confuso y propicio a
la imaginación.
Por si esto fuera poco, en lo alto de estos enormes cilindros
pétreos se han construido varios monasterios ortodoxos que siguen habitados por
monjes y monjas de esta religión. Hasta ellos se asciende por escaleras de
piedra excavadas en las rocas, desafiantes de enormes precipicios.
Para mí resultó inevitable rememorar mis visitas a Athos,
aquella península, también griega, en el noreste del país, donde se alza una
veintena de monasterios masculinos con unas características muy especiales.
Geográficamente tienen muy poco que ver unos con otros. Apenas tal vez un poco el
monasterio de Simonos Petras, colgado en la roca y mirando al mar. Aquí son
todos los que están subidos en lo más alto de las inmensas rocas. Esto les
concede un atractivo especial para la vista y para la evocación religiosa.
Los monasterios de Meteora tienen una larga historia cada uno
y en conjunto, y vienen a representar la muestra de esa vida retirada del mundo
en busca de una perfección espiritual diferente. En principio son personales y
eremitorios, y después de hacen colectivos. Me contaron que las vocaciones no
eran tantas ahora como en otros tiempos; algo muy diferente a lo que sucede en
Athos, donde los aspirantes han de pasar por numerosas pruebas de acceso. A
diferencia de lo que sucede en Athos, tan ridículamente celoso de los elementos
sexuales, aquí existe al menos un convento femenino con unas treinta monjas.
La riqueza arquitectónica de los conventos ortodoxos es
evidente. Me causó sorpresa agradable el grado de conservación y hasta de
modernidad de los dos que visitamos. En el centro siempre el Catolicón, su
iglesia repleta de decoración y de elementos religiosos. Curioso el nombre de
Catolicón en una iglesia ortodoxa. Cosas del vocabulario.
Subido en aquel alto pensaba si Dios, Zeus o los otros dioses
no se reirán de las diferencias teológicas y de práctica religiosa que separan
a los católicos de los ortodoxos. Aquello del Espíritu Santo y su procedencia
solo del Padre, o del Padre o de Hijo a la vez. Oh my God! Lo del Paráclito en
pleno siglo veintiuno. La otra es la de la comunión bajo las dos especies de
pan y vino. Parece que, en el fondo, existen -una vez más- asuntos de poder, de
distancias geográficas (importantes en la época del cisma) y de sometimiento de
fieles. Lo de siempre. Pero ahí siguen, erre que erre, unos y otros sin dar su
brazo a torcer, no siendo que se queden los dos sin él.
Aproveché el tiempo para conocer algunas de las prácticas más
importantes de la liturgia ortodoxa en las explicaciones de Angélica, ortodoxa
ella y practicante. Me contó, para mi sorpresa, entre otras cosas, que los
popes-curas (no los monjes) son ¡funcionarios del Estado! ¡Y cobran del erario!
La principal diferencia con los monasterios, solo masculinos,
de Athos es, sin duda, el desarrollo de la vida diaria en estos y en aquellos.
Los de Athos obedecen exclusivamente a la vida de los que los habitan y a la
acogida generosa y gratuita de los que temporalmente se quieran acercar a
compartir esa vida; los de Meteora dedican una parte importante del día a la
exposición turística; tal vez para compensar el silencio absoluto que allí
arriba se tiene que sentir y vivir en el resto del día y de la noche, cuando
las riadas de turistas se marchan. Cómo no evocar en aquellas alturas los
versos de fray Luis: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal
ruido…”
Lo malo, o menos bueno, es que el mundanal ruido ha escalado
hasta lo más alto de las rocas y ha invadido en buena parte la soledad sonora, el aire que recrea y
enamora de aquellos cielos.
Con esta nueva mezcolanza de cielo y suelo, de silencio y de
bullicio, de razón y de fe, de geología y de naturaleza, de tiempo tasado y de
tiempo dormido, de… descendimos hasta el autocar para mirar de nuevo y desde
abajo el paso del tiempo, la geología, la memoria perdida, la espiritualidad,
el bullicio, el sentimiento religioso, la explotación turística… y todo lo que
aquellos parajes y aquellas edificaciones aisladas y casi en el cielo
guardaban. Seguro que alguna sensación dejábamos en las rocas y en las paredes
de los monasterios, y alguna otra nos llevábamos con nosotros. Seguro. Y no
solo las de las fotos.
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